El planteamiento que hace esta novela es curioso: es un híbrido a caballo entre la novela histórica y la fantástica, donde el elemento imaginario entra a través de diversos mitos de oriente y occidente. La idea no es mala. De hecho, con un planteamiento muy parecido, Robert Graves creó un obra maestra: El vellocino de oro. En ella Graves recrea el mito de Jasón y los Argonautas en clave de novela histórica, con un resultado brillante.
Los dientes del dragón arranca durante el sitio de San Juan de Acre en la segunda cruzada, donde Ricardo Corazón de León encarga a un grupo de personajes que busquen una reliquia mágica: la mesa de Salomón, para vencer a los sarracenos. La novela es la historia del peregrinar de este grupo en busca de las doce piedras dracontías que han de encastrarse en un peto de oro que protege del poder de la mesa. Esa es la excusa, y con ella asistimos uno tras otro a la descripción de los susodichos mitos. El problema es que la novela no da más de sí. Los personajes son muy pobres, meras caricaturas; la trama excesivamente simple y predecible; el final, como era de esperar, muy tonto. En la historia aparecen elfos, enanos y orcos un poco sin venir a cuento, como si fuesen parte del paisaje obligado de un relato fantástico. La novela discurre al trantrán. Lo mejor son algunas escenas cómicas que nos encontramos en la historia. No me refiero al humor soez y socarrón que salpica constantemente el relato (ya sabéis, el tipo de humor basado en "caca, pedo, culo, pis"), sino a escenas que están tratadas con la trascendencia del relato épico, pero que acaban teniendo un desenlace ridículo y absurdo.
En definitiva, la podéis obviar. Quitando En busca del unicornio, una novela que me encantó en su día, este autor se crece en el ensayo histórico, pero sus novelas dejan mucho que desear. Y esta es, con diferencia, de las peores que he leído.
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