sábado, 25 de julio de 2015

La información: historia y realidad, de James Gleick

Cuando yo era niño, allá por los años 70, cuando muchos coches llevaban en el claxon La cucaracha, en Madrid se pitaban de una manera distinta a como se hace ahora. Ahora, cuando se te cruza un imbécil le das una pitorrada larga y cabreada, como un berrido. En aquel entonces había más sutileza. En una circunstancia parecida, mi padre daba dos pitidos cortos: pi-pi. Y por si el significado no quedaba claro lo acompañaba de la letra: «¡cabrón!». Así que cuando alguna vez lo oí lanzar colérico un pi-pi-pí-pi, así, enfatizando el tercer pi, no tuve ninguna duda de que llamaba «hijoputa» al cretino que le acababa de hacer la pirula. Mi padre no era un pionero de la retórica claxonística: pude comprobar que era una lengua que entonces todos hablaban y entendían.

domingo, 12 de julio de 2015

Atrapados en la Prehistoria, de Michael Swanwick

¿Qué tiene que tener una historia de «viajes en el tiempo» para que sea buena? Pues nunca he reflexionado demasiado sobre esto, pero así, a botepronto, diría que una o varias de estas características: (a) que proponga una teoría convincente del viaje en el tiempo; (b) que la narrativa necesite el viaje en el tiempo de manera sustancial, y (c) que haya paradojas (las paradojas molan). ¿Por qué Regreso al futuro ha entrado en el Olimpo de las narrativas de viajes temporales? Porque cumple (b) y (c). Falla estrepitosamente en (a), pero hace sabiamente del defecto virtud convirtiendo la explicación del viaje en el tiempo en la parte más cómica de la película (¡qué gran hallazgo el «condesador de fluzo»!). Si lo pensáis un poco, veréis que otras historias de viajes en el tiempo, como La mujer del viajero del tiempo, Volver a empezar o Cronopaisaje responden bien a este esquema. Claro que (a), (b) y (c) son condiciones necesarias, pero no suficientes, para que el relato sea bueno (ahí está El fin de la eternidad...).