Cuando yo era niño, allá por los años 70, cuando muchos coches llevaban en el claxon La cucaracha, en Madrid se pitaban de una manera distinta a como se hace ahora. Ahora, cuando se te cruza un imbécil le das una pitorrada larga y cabreada, como un berrido. En aquel entonces había más sutileza. En una circunstancia parecida, mi padre daba dos pitidos cortos: pi-pi. Y por si el significado no quedaba claro lo acompañaba de la letra: «¡cabrón!». Así que cuando alguna vez lo oí lanzar colérico un pi-pi-pí-pi, así, enfatizando el tercer pi, no tuve ninguna duda de que llamaba «hijoputa» al cretino que le acababa de hacer la pirula. Mi padre no era un pionero de la retórica claxonística: pude comprobar que era una lengua que entonces todos hablaban y entendían.
¿Por qué cuento esto? Porque tiene relación con la historia que introduce este magnífico libro, la historia con la que Susanna, que se lo estaba empezando a leer, me lo vendió, y la historia con la que yo os lo voy a vender aquí: la de los tambores parlantes de África.
Todos habréis oído hablar de la comunicación por tam-tam. Es un clásico que aparece en todos los cómics y dibujos animados, por no hablar de las pelis de Tarzán. Está en la cultura popular. Ahora, me atrevo a afirmar que muy pocos sabéis cómo funcionan. De hecho, al hombre blanco le costó mucho tiempo entender cómo funcionaba el invento, que pese al proverbial atraso de la raza negra frente a la evolucionada raza blanca, se adelantó en siglos a algo que ésta última llevaba largo tiempo buscando desesperadamente: la comunicación a distancia.
Al principio los blancos que remontaban el Níger se sorprendían mucho de que los poblados que visitaban estuvieran siempre bien informados de su llegada. No tardaron en relacionarlo con los sonidos de tambores que escuchaban, y durante bastante tiempo se pensó que esos tambores usaban un código que traducía el lenguaje a golpes de tambor. De dos tambores con dos tonos, para ser precisos. Pero la realidad era mucho más sorprendente.
El primero que consiguió entender cómo funcionaba aquello fue el misionero inglés John F. Carrington. Este hombre, que nació en 1914 en Northamptonshire, se fue a África a los veinticuatro años y se quedó a vivir allí el resto de su vida. Aprendió la lengua kele y con el tiempo hizo dos sensacionales descubrimientos: uno, que el kele, como la mayoría de las lenguas africanas, es tonal, sus hablantes usan dos tonos al pronunciarla (descubrió así la de barbaridades que había estado diciendo hasta ese momento), y otro, que lo que hacían los tambores era reproducir exactamente los tonos, pero sin las palabras. ¿Y cómo suplían esa pérdida de información? Pues como siempre en estos casos: con redundancia. Por ejemplo, para convocar una reunión decían cosas como: «Por la mañana, al amanecer, no queremos aglomeraciones para ir a trabajar, queremos una reunión para jugar en el río. Hombres que vivís en Bolenge, no vayáis a la selva, no vayáis a pescar. Queremos una reunión para jugar en el río, por la mañana al amanecer.» Para cuando terminaba el parlamento en dos tonos ya todo el mundo había entendido que al día siguiente tenía que acudir a una reunión junto al río.
Carrington aprendió a tocar el tam-tam en kele. Era tal la integración de este hombre que de él llegó a decir un nativo de la aldea Lokele: «En realidad no es un europeo, a pesar del color de su piel. Era uno de nuestro poblado, era uno de nosotros. Cuando murió, los espíritus se equivocaron y lo enviaron lejos de aquí, a un poblado de blancos, para que entrara en el cuerpo de un niño que había nacido de una mujer blanca, en vez de nacer de una de nuestras mujeres. Pero como nos pertenecía a nosotros, no podía olvidar de dónde era y volvió». Y añadía generosamente: «Si va un poquillo atrasado con los tambores es debido a la poca educación que le dieron los blancos».
De esta forma brillante inicia Gleick esta reflexión acerca de la información, de lo que es, de su historia, de su transmisión, de su formalización y de su actual exceso. Empezando por anécdotas como esta, sobre la codificación, la transmisión de información, la recopilación de los lenguajes, etc., Gleick se adentra más y más en sus diversos aspectos. Así que asistimos al nacimiento del código Morse, del telégrafo, del teléfono, de la computación; nos encontramos con Babbage, con Ada Lovelace, con Shanon y la teoría de la información, con Turing, con von Neumann; leemos sobre la relación entre información y entropía a través del demonio de Maxwell, con el código de la vida y la genética, con la memética, con el azar y con la computación cuántica, y por último reflexionamos sobre la paradoja de vivir en un mundo con el mayor contenido de información que jamás ha habido y las mayores dificultades para encontrar la que buscamos.
El libro es magnífico, muy ameno, meandrinoso y lleno de anécdotas. La cantidad y variedad de temas que toca es enorme. Las vueltas que tiene el concepto de información y en las que uno nunca se había parado a pensar resultan sorprendentes. Como en todo libro de esta extensión y profundidad, hay algún pasaje malo. En este caso es el de la información cuántica. Es muy difícil adentrarse en ciertos temas sin más guía que la intuición. Como decía Feynman, uno nunca acaba de entender la cuántica, tan sólo se acostumbra a ella, así que es vano intentar divulgarla al profano sin más guía que el sentido común. Lo único que se crea es confusión. Pero este capítulo menor no desmerece el resto de la obra.
Eso sí, hay un pero; un enorme pero: la traducción es abominable. El desinterés de las editoriales hacia las traducciones bien hechas resulta particularmente doloroso en el caso de la divulgación científica, porque puede llegar a oscurecer e incluso cambiar el significado de algunas partes. Es, lamentablemente, el caso de este libro, como he podido descubrir cotejando con el original (que a quienes podáis os recomiendo leer en vez de esta horrenda traducción). Es obvio que el traductor tiene muy poca idea de ciencia, pero es que hay ocasiones en que se diría que la traducción se ha subcontratado al mejor postor. Llega incluso a tener incorrecciones gramaticales. Hasta el título resulta una pobre adaptación del original (The Information: a History, a Theory, a Flood). Hecha esta salvedad (que puede obviar cualquiera que lea en inglés), es un libro que recomiendo vivamente.
¿Por qué cuento esto? Porque tiene relación con la historia que introduce este magnífico libro, la historia con la que Susanna, que se lo estaba empezando a leer, me lo vendió, y la historia con la que yo os lo voy a vender aquí: la de los tambores parlantes de África.
Todos habréis oído hablar de la comunicación por tam-tam. Es un clásico que aparece en todos los cómics y dibujos animados, por no hablar de las pelis de Tarzán. Está en la cultura popular. Ahora, me atrevo a afirmar que muy pocos sabéis cómo funcionan. De hecho, al hombre blanco le costó mucho tiempo entender cómo funcionaba el invento, que pese al proverbial atraso de la raza negra frente a la evolucionada raza blanca, se adelantó en siglos a algo que ésta última llevaba largo tiempo buscando desesperadamente: la comunicación a distancia.
Al principio los blancos que remontaban el Níger se sorprendían mucho de que los poblados que visitaban estuvieran siempre bien informados de su llegada. No tardaron en relacionarlo con los sonidos de tambores que escuchaban, y durante bastante tiempo se pensó que esos tambores usaban un código que traducía el lenguaje a golpes de tambor. De dos tambores con dos tonos, para ser precisos. Pero la realidad era mucho más sorprendente.
El primero que consiguió entender cómo funcionaba aquello fue el misionero inglés John F. Carrington. Este hombre, que nació en 1914 en Northamptonshire, se fue a África a los veinticuatro años y se quedó a vivir allí el resto de su vida. Aprendió la lengua kele y con el tiempo hizo dos sensacionales descubrimientos: uno, que el kele, como la mayoría de las lenguas africanas, es tonal, sus hablantes usan dos tonos al pronunciarla (descubrió así la de barbaridades que había estado diciendo hasta ese momento), y otro, que lo que hacían los tambores era reproducir exactamente los tonos, pero sin las palabras. ¿Y cómo suplían esa pérdida de información? Pues como siempre en estos casos: con redundancia. Por ejemplo, para convocar una reunión decían cosas como: «Por la mañana, al amanecer, no queremos aglomeraciones para ir a trabajar, queremos una reunión para jugar en el río. Hombres que vivís en Bolenge, no vayáis a la selva, no vayáis a pescar. Queremos una reunión para jugar en el río, por la mañana al amanecer.» Para cuando terminaba el parlamento en dos tonos ya todo el mundo había entendido que al día siguiente tenía que acudir a una reunión junto al río.
Carrington aprendió a tocar el tam-tam en kele. Era tal la integración de este hombre que de él llegó a decir un nativo de la aldea Lokele: «En realidad no es un europeo, a pesar del color de su piel. Era uno de nuestro poblado, era uno de nosotros. Cuando murió, los espíritus se equivocaron y lo enviaron lejos de aquí, a un poblado de blancos, para que entrara en el cuerpo de un niño que había nacido de una mujer blanca, en vez de nacer de una de nuestras mujeres. Pero como nos pertenecía a nosotros, no podía olvidar de dónde era y volvió». Y añadía generosamente: «Si va un poquillo atrasado con los tambores es debido a la poca educación que le dieron los blancos».
De esta forma brillante inicia Gleick esta reflexión acerca de la información, de lo que es, de su historia, de su transmisión, de su formalización y de su actual exceso. Empezando por anécdotas como esta, sobre la codificación, la transmisión de información, la recopilación de los lenguajes, etc., Gleick se adentra más y más en sus diversos aspectos. Así que asistimos al nacimiento del código Morse, del telégrafo, del teléfono, de la computación; nos encontramos con Babbage, con Ada Lovelace, con Shanon y la teoría de la información, con Turing, con von Neumann; leemos sobre la relación entre información y entropía a través del demonio de Maxwell, con el código de la vida y la genética, con la memética, con el azar y con la computación cuántica, y por último reflexionamos sobre la paradoja de vivir en un mundo con el mayor contenido de información que jamás ha habido y las mayores dificultades para encontrar la que buscamos.
El libro es magnífico, muy ameno, meandrinoso y lleno de anécdotas. La cantidad y variedad de temas que toca es enorme. Las vueltas que tiene el concepto de información y en las que uno nunca se había parado a pensar resultan sorprendentes. Como en todo libro de esta extensión y profundidad, hay algún pasaje malo. En este caso es el de la información cuántica. Es muy difícil adentrarse en ciertos temas sin más guía que la intuición. Como decía Feynman, uno nunca acaba de entender la cuántica, tan sólo se acostumbra a ella, así que es vano intentar divulgarla al profano sin más guía que el sentido común. Lo único que se crea es confusión. Pero este capítulo menor no desmerece el resto de la obra.
Eso sí, hay un pero; un enorme pero: la traducción es abominable. El desinterés de las editoriales hacia las traducciones bien hechas resulta particularmente doloroso en el caso de la divulgación científica, porque puede llegar a oscurecer e incluso cambiar el significado de algunas partes. Es, lamentablemente, el caso de este libro, como he podido descubrir cotejando con el original (que a quienes podáis os recomiendo leer en vez de esta horrenda traducción). Es obvio que el traductor tiene muy poca idea de ciencia, pero es que hay ocasiones en que se diría que la traducción se ha subcontratado al mejor postor. Llega incluso a tener incorrecciones gramaticales. Hasta el título resulta una pobre adaptación del original (The Information: a History, a Theory, a Flood). Hecha esta salvedad (que puede obviar cualquiera que lea en inglés), es un libro que recomiendo vivamente.
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