Encontrar a este novelista mexicano (que no vasco) ha sido todo un hallazgo. Ibargüengoitia nació en Guanajuato en 1928 y murió en Mejorada del Campo, en el famoso accidente aéreo de Avianca en 1983. Por desgracia su obra cayó en el olvido a este lado del Atlántico hasta que, con motivo de su octagésimo cumpleaños, varias editoriales reeditaron algunos de sus libros. Gracias a eso y al incansable esfuerzo difusor de la cultura de incontables internautas anónimos, ha llegado a mis manos la novela que hoy traigo al blog.
Ibargüengoitia era periodista, y eso influyó notablemente en su manera de concebir y escribir sus novelas. Es un cronista del México profundo, al que satiriza sin piedad con un humor negro y socarrón y una fina ironía. La novela Las muertas está basada en hechos reales, aunque solo parcialmente; algunos hechos sórdidos de la crónica de sucesos de los años sesenta le sirven a nuestro autor para hilar una novela en forma de puzzle que retrata lo peor del México rural en clave de esperpento.
Lo que empieza pareciendo la historia de una venganza, tal vez por despecho, enseguida adquiere unos derroteros cada vez más sórdidos y esperpénticos. Un flashback nos retrotrae a la época en que Serafina Balandro y su hermana Ángela se inician en la carrera del proxenetismo, raptando y comprando adolescentes por pueblos y aldeas campesinas y montando burdeles de éxito. La historia despliega un retrato de una sociedad rural e ignorante controlada por una administración corrupta que no consigue (ni lo intenta) erradicar unos usos y creencias atávicos. La vida no vale nada; las armas circulan con total impunidad, y, como muestra el comienzo de la novela, liarse a tiros por un quítame allá esas pajas resulta lo normal. Personajes pintorescos y hechos a cuál más absurdo despliegan el relato y lo arrastran, en un fatal rosario de despropósitos, hasta el momento con el que arranca la novela.
Ibargüengoitia se vale del recurso de narrar los hechos desde múltiples puntos de vista, a menudo como si se tratase de retazos de declaraciones realizadas en un juzgado y registradas por un secretario. Esto le da un fuerte sentido de realismo al relato, a la vez que produce un distanciamiento de los hechos que hace más socarrona la ironía. La prosa es muy ágil; la sucesión de hechos muy rápida; la novela tiene un ritmo casi cinematográfico, con constantes cambios de plano, flashbacks, acotaciones de guión... Como además es corta, la novela se lee prácticamente sola.
No quiero terminar sin hacer en alto una reflexión que ya he hecho otras veces: si casi 30 años después de su muerte uno descubre un escritor mexicano de la altura de Ibargüengoitia y del cual no tenía ni noticia, ¿cuántos escritores geniales estarán enterrados en los fondos de almacén de las editoriales, cuando no habrán sido directamente quemados por poco rentables? En esta época de exaltación fanática de lo privado me permito señalar con este ejemplo la irreconciliable incompatibilidad entre el negocio cultural y la difusión de la cultura, y romper así una lanza en favor de todos los que se aplican a esta última.
«Es posible imaginarlos: los cuatro llevan anteojos negros, el Escalera maneja encorvado sobre el volante, a su lado está el Valiente Nicolás leyendo Islas Marías, en el asiento trasero, la mujer mira por la ventanilla y el capitán Bedoya dormita cabeceando.»Estos cuatro desconocidos (así empieza la novela) viajan de pueblo en pueblo por el estado de Plan de Abajo (al parecer su Guanajuato natal) hasta llegar a Salto de Tuxpana. Allí preguntan y localizan las tres panaderías del pueblo. Tras visitar las tres y comprobar que es la tercera la que buscan, la mujer y dos de los hombres entran armados, ella grita: «¿Ya no te acuerdas de mí, Simón Corona? Toma, para que te acuerdes», y a continuación tirotean el local, lo incendian y se marchan por donde han venido. Sorprendentemente, no hay víctimas. Semanas después Simón Corona es llamado a declarar sobre su participación en una inhumación clandestina años atrás junto con Serafina Balandro, la autora del tiroteo. Simón se asegura de que con su declaración aumentará la condena de ella y se aviene entonces a explicar los hechos. Por ellos él mismo irá a la cárcel seis años.
Lo que empieza pareciendo la historia de una venganza, tal vez por despecho, enseguida adquiere unos derroteros cada vez más sórdidos y esperpénticos. Un flashback nos retrotrae a la época en que Serafina Balandro y su hermana Ángela se inician en la carrera del proxenetismo, raptando y comprando adolescentes por pueblos y aldeas campesinas y montando burdeles de éxito. La historia despliega un retrato de una sociedad rural e ignorante controlada por una administración corrupta que no consigue (ni lo intenta) erradicar unos usos y creencias atávicos. La vida no vale nada; las armas circulan con total impunidad, y, como muestra el comienzo de la novela, liarse a tiros por un quítame allá esas pajas resulta lo normal. Personajes pintorescos y hechos a cuál más absurdo despliegan el relato y lo arrastran, en un fatal rosario de despropósitos, hasta el momento con el que arranca la novela.
Ibargüengoitia se vale del recurso de narrar los hechos desde múltiples puntos de vista, a menudo como si se tratase de retazos de declaraciones realizadas en un juzgado y registradas por un secretario. Esto le da un fuerte sentido de realismo al relato, a la vez que produce un distanciamiento de los hechos que hace más socarrona la ironía. La prosa es muy ágil; la sucesión de hechos muy rápida; la novela tiene un ritmo casi cinematográfico, con constantes cambios de plano, flashbacks, acotaciones de guión... Como además es corta, la novela se lee prácticamente sola.
No quiero terminar sin hacer en alto una reflexión que ya he hecho otras veces: si casi 30 años después de su muerte uno descubre un escritor mexicano de la altura de Ibargüengoitia y del cual no tenía ni noticia, ¿cuántos escritores geniales estarán enterrados en los fondos de almacén de las editoriales, cuando no habrán sido directamente quemados por poco rentables? En esta época de exaltación fanática de lo privado me permito señalar con este ejemplo la irreconciliable incompatibilidad entre el negocio cultural y la difusión de la cultura, y romper así una lanza en favor de todos los que se aplican a esta última.
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