lunes, 24 de diciembre de 2012

Seda, de Alessandro Baricco

¡Qué grande es esta pequeña novela! O cuento, o lo que sea... La empecé a leer con escepticismo y me enganché en la primera página. Brevemente, es la historia de Hervé Joncour, un francés de mediados del siglo XIX que vive en un pueblecito (Lavilledieu) de comprar y vender huevos de gusanos de seda. Al principio viaja al norte de África a comprarlos y su vida transcurre tranquila y sin sobresaltos en compañía de su mujer. Pero una enfermedad en los gusanos de seda le obliga a llegar hasta Japón para que no se detenga una industria de la que depende todo el pueblo. En Japón conoce a la concubina del señor feudal que le vende los huevos y, pese a no intercambiar palabra ni mostrarlo en modo alguno, queda prendado de ella. Así comienza una extraña historia de amor que parece una cosa y luego es otra, y que se resolverá de una forma totalmente inesperada.

Pero lo mejor de la novela es la manera en que está escrita. Baricco enfoca la historia como si se tratara de un cuento de las mil y una noches, y con una gran economía de palabras y un impresionante poder de síntesis, nos cuenta la historia, nos dibuja los personajes y arma todo un entramado de sentimientos. Es impresionante la forma magistral en que lo hace. Por ejemplo, así introduce al protagonista en el primer capítulo del libro:
Aunque su padre hubiera imaginado para él un brillante porvenir en el ejercito, Hervé Joncour había terminado por ganarse la vida con un oficio insólito, al cual no le era extraña, por singular ironía, una característica tan amable que traicionaba una vaga entonación femenina.
Para vivir, Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.
Corría el año de 1861. Flaubert estaba escribiendo Salambó, la iluminación eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra de la cual no vería el fin.
Hervé Joncour tenía 32 años. Compraba y vendía. Gusanos de seda.
Brillante, ¿verdad? En pocas líneas nos ha situado socialmente al personaje, nos ha dicho de qué vive y ha situado perfectamente la época, no sólo con una fecha sino en relación con la tecnología, la historia y los gustos del momento. Y termina con esas contundentes tres frases: “Hervé Joncour tenía 32 años. Compraba y vendía. Gusanos de seda.” Bueno, pues este es, íntegro, el capítulo 1. Y no es el más breve de la novela.

Con tal economía de medios resulta sorprendente que todos los personajes tengan tanto relieve y sugieran vidas y personalidades complejas. Y no me refiero sólo a los principales: cada secundario que aperece, aunque sea brevemente, insinúa una historia. Cada uno daría para otra novela.

No soy (¡ni de lejos!) un experto en poesía, pero a mí la escritura me resulta poética por al menos tres razones: por la brevedad, concreción y precisión del lenguaje; por la recreación casi pictórica de escenas, y por tener un ritmo más característico de la poesía, inusual en la prosa. Lo primero ya lo he mencionado; lo segundo no requiere más explicación. Dejadme que os ponga un ejemplo que ilustra lo tercero. La primera vez que Hervé Joncour viaja a Japón su viaje aparece descrito así:
Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el mar. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón.
Y su retorno así:
Hervé Joncour se embarcó en Takaoka en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevó a Sabirk. De allí remontó de nuevo la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril —a tiempo para la Misa Mayor— llegó a las puertas de Lavilledieu.
Invariablemente estos párrafos se repiten casi literalmente (sólo cambia cada vez el apodo del lago Bajkal) en cada uno de los viajes que hace Joncour. No sólo resumen en cuatro líneas un viaje larguísimo: consiguen transmitir la sensación de rutina y control de su vida que tiene Joncour (siempre llega “el primer domingo de abril —a tiempo para la Misa Mayor—”) y marcan la pauta temporal de la novela. Todos los viajes se describen igual, excepto el último, donde cada variación de la conocida secuencia destaca con un relieve que no tendría de otro modo. Es ese el viaje que estás esperando desde que empieza a viajar al Japón, el viaje donde la historia hace crisis.

Añadid a todo esto un magnífico final y tendréis algo que se aproxima mucho a una pequeña obra maestra. Al parecer, la crítica ha tachado el estilo de Baricco de naïf; cambiad naïf por zen y tendréis una impresión más cabal de la novela. En mi opinión, no podría haber elegido un estilo más apropiado para contar una historia sobre gusanos de seda, Japón y sutiles historias de amor.

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