No hay como leer la solapa de un libro para saber lo que éste NO es. En ella se nos dice de este libro que es la gran revelación de la literatura en lengua francesa. ¡Ha ganado nada menos que el premio Goncourt! Un premio que recibió Émile Ajar por La vida ante sí y que han ganado autores como Marcel Proust, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras o Amin Maalouf, por citar algunos de los más conocidos. La crítica dice del libro que es un cruce entre Stieg Larsson, Vladimir Nabokov y Philip Roth, y en algún caso incluso se habla de Woody Allen (y por el mismo precio, añado yo, se podría haber incluido a Palahniuk). Su autor, un suizo (¿hay escritores suizos?) de 27 añitos, es la nueva promesa de la literatura gabacha.
Uno termina de leer el libro, vuelve a la solapa y lo que le pide el cuerpo es emular a Jessy Pinkman: «Seriously?» (y debería añadir «bitch»). El libro es un thriller policiaco (ahí está Larsson; ahí y en el bombo y platillo con que se anuncia el libro, supongo) mezclado con el rollo “escritores de éxito y sus problemas”. El protagonista, Marcus Goldman, recientemente ascendido a la gloria de los escritores famosos con su primer libro publicado, acude a visitar a su “maestro”, el Harry Quebert del título, uno de los grandes de la literatura moderna americana, que vive retirado en una casa de un pueblito muy cuco de la costa de New Hampshire llamado Aurora. Necesita su ayuda urgente porque se enfrenta al síndrome de la página en blanco, y está a punto de que su editor le corte los cojones (o sea, le mande a su cohorte de abogados a que le saquen hasta los higadillos). Y hete aquí que husmeando por la casa (¡anda que vaya invitado!) descubre unas cartas que le revelan que el gran Harry Quebert mantuvo hace 30 años una relación con una chavala de 15 (¡aquí está Nabokov! Y aquí termina la conexión, por otra parte). No sólo eso: el libro revelación de Quebert, la gran obra de la literatura americana de la segunda mitad del siglo XX (sic), es una novela de amor escrita a raíz de esa relación. De momento la cosa queda entre amigos, pero de pronto el asunto estalla porque el cadáver de esa chica, que desapareció sin dejar rastro un 30 de agosto de 1975, aparece en un agujero del jardín de Quebert que había mandado hacer para plantar hortensias. El thriller se monta a partir del intento de Goldman de probar la inocencia de su maestro (en el asesinato, no en el asunto amoroso) mientras aprovecha el caso para escribir el segundo libro que lo va a redimir ante su editor (quien se frota las manos imaginando el exitazo de una novela con tanto morbo) y lo va a hacer rico y famoso de nuevo. Y así, entre escenas actuales que van presentando a los encantadores habitantes de Aurora; escenas de hace 30 años que revelan la mierda que esconde esa fachada encantadora; los antiguos consejos del maestro al alumno sobre en qué consiste la escritura y ser escritor, y las “hondonadas de hostias” que se atizan y reciben ambos dos por su afición al boxeo (y ya tenéis a Roth, y a Palahniuk si queréis), se va desgranando el caso a lo largo de 600 páginas.
¿Merecedora del premio? Ya sabéis que no me pronuncio sobre los premios (bueno, algo sí), pero sí que os puedo decir que hay una gran diferencia entre los autores que conozco y que han ganado anteriormente el Goncourt, y este best-seller —entretenido, de eso no hay duda, pero canónico. Para empezar, el libro está escrito en francés, pero igulamente podría estarlo en swahili porque en la traducción no se aprecia diferencia alguna con cualquier best-seller americano: el estilo es sencillo, las frases no muy largas, abundan los diálogos y la profundidad de los personajes es comparable a la de cualquier película de Hollywood. ¡Para colmo está ambientada en USA! (De hecho, ¿a qué espera Hollywood para hacer una oferta?). Los protagonistas no van más allá de los de las novelas del Larsson (sí, sí, a mí la Salander me parece un personaje poco creíble, que cae simpático porque es una tía rara que sabe poner a los hombres en su sitio), pero los demás no pasan de meras caricaturas. Los hemos visto mil veces en las pelis. La cosa llega a tal extremo que, aprovechando que el protagonista es judío (Goldman, por si no queda claro), el autor nos deleita de vez en cuando con absurdas conversaciones telefónicas con la madre (...y, por fin, Woody Allen). Supongo que con el fin de poner una chispa de humor entre tanta historia sórdida. Pero lejos de parecerse a la madre de Wollowitz, la señora parece oligofrénica, y los diálogos que resultan dan más bien vergüenza ajena. Y hablando de vergüenza ajena: de vez en cuando aparece citado textualmente algún pasaje de la magna opera prima de Quebert, la historia de amor que forma parte de los anales de la literatura del siglo XX. ¿Qué puedo deciros? Estoy seguro, sin haberlas leído, de que las novelas de Nora Roberts resultan más convincentes.
PERO... Después de este refrescante (para mí) ejercicio de cinismo, he de decir que el libro se lee de un tirón porque la historia engancha. El suspense y la intriga están bien llevados, el ritmo es bueno, los flashbacks están bien dosificados y la novela tiene algunos giros de guión que te dejan en un estado de «¿pero qué me estás contando, Mari Puri?» Quizá riza un poco el rizo al final, pero eso es normal en este tipo de historias. Al fin y al cabo esta novela está pensada con los derechos de la película en la cabeza (y no me cabe duda de que, a poco que se esmere el director, el éxito está asegurado). En definitiva: de todas las comparaciones de la solapa la única verdareamente ajusta a la realidad es la de Larsson. Si no fuera por el premio y las desmedidas ambiciones del editor de esta novela plasmadas en su ridícula presentación, os habría ahorrado la parrafada anterior y os habría recomendado que os llevarais este libro a la playa —lo mismo que os habría recomendado las novelas de Larsson, que también me gustaron (bueno, las dos primeras; la tercera me pareció un truño). Así que ahí queda dicho. Lectura cómoda y enfrascante de tumbona, con el mojito al alcance de la mano.
Uno termina de leer el libro, vuelve a la solapa y lo que le pide el cuerpo es emular a Jessy Pinkman: «Seriously?» (y debería añadir «bitch»). El libro es un thriller policiaco (ahí está Larsson; ahí y en el bombo y platillo con que se anuncia el libro, supongo) mezclado con el rollo “escritores de éxito y sus problemas”. El protagonista, Marcus Goldman, recientemente ascendido a la gloria de los escritores famosos con su primer libro publicado, acude a visitar a su “maestro”, el Harry Quebert del título, uno de los grandes de la literatura moderna americana, que vive retirado en una casa de un pueblito muy cuco de la costa de New Hampshire llamado Aurora. Necesita su ayuda urgente porque se enfrenta al síndrome de la página en blanco, y está a punto de que su editor le corte los cojones (o sea, le mande a su cohorte de abogados a que le saquen hasta los higadillos). Y hete aquí que husmeando por la casa (¡anda que vaya invitado!) descubre unas cartas que le revelan que el gran Harry Quebert mantuvo hace 30 años una relación con una chavala de 15 (¡aquí está Nabokov! Y aquí termina la conexión, por otra parte). No sólo eso: el libro revelación de Quebert, la gran obra de la literatura americana de la segunda mitad del siglo XX (sic), es una novela de amor escrita a raíz de esa relación. De momento la cosa queda entre amigos, pero de pronto el asunto estalla porque el cadáver de esa chica, que desapareció sin dejar rastro un 30 de agosto de 1975, aparece en un agujero del jardín de Quebert que había mandado hacer para plantar hortensias. El thriller se monta a partir del intento de Goldman de probar la inocencia de su maestro (en el asesinato, no en el asunto amoroso) mientras aprovecha el caso para escribir el segundo libro que lo va a redimir ante su editor (quien se frota las manos imaginando el exitazo de una novela con tanto morbo) y lo va a hacer rico y famoso de nuevo. Y así, entre escenas actuales que van presentando a los encantadores habitantes de Aurora; escenas de hace 30 años que revelan la mierda que esconde esa fachada encantadora; los antiguos consejos del maestro al alumno sobre en qué consiste la escritura y ser escritor, y las “hondonadas de hostias” que se atizan y reciben ambos dos por su afición al boxeo (y ya tenéis a Roth, y a Palahniuk si queréis), se va desgranando el caso a lo largo de 600 páginas.
¿Merecedora del premio? Ya sabéis que no me pronuncio sobre los premios (bueno, algo sí), pero sí que os puedo decir que hay una gran diferencia entre los autores que conozco y que han ganado anteriormente el Goncourt, y este best-seller —entretenido, de eso no hay duda, pero canónico. Para empezar, el libro está escrito en francés, pero igulamente podría estarlo en swahili porque en la traducción no se aprecia diferencia alguna con cualquier best-seller americano: el estilo es sencillo, las frases no muy largas, abundan los diálogos y la profundidad de los personajes es comparable a la de cualquier película de Hollywood. ¡Para colmo está ambientada en USA! (De hecho, ¿a qué espera Hollywood para hacer una oferta?). Los protagonistas no van más allá de los de las novelas del Larsson (sí, sí, a mí la Salander me parece un personaje poco creíble, que cae simpático porque es una tía rara que sabe poner a los hombres en su sitio), pero los demás no pasan de meras caricaturas. Los hemos visto mil veces en las pelis. La cosa llega a tal extremo que, aprovechando que el protagonista es judío (Goldman, por si no queda claro), el autor nos deleita de vez en cuando con absurdas conversaciones telefónicas con la madre (...y, por fin, Woody Allen). Supongo que con el fin de poner una chispa de humor entre tanta historia sórdida. Pero lejos de parecerse a la madre de Wollowitz, la señora parece oligofrénica, y los diálogos que resultan dan más bien vergüenza ajena. Y hablando de vergüenza ajena: de vez en cuando aparece citado textualmente algún pasaje de la magna opera prima de Quebert, la historia de amor que forma parte de los anales de la literatura del siglo XX. ¿Qué puedo deciros? Estoy seguro, sin haberlas leído, de que las novelas de Nora Roberts resultan más convincentes.
PERO... Después de este refrescante (para mí) ejercicio de cinismo, he de decir que el libro se lee de un tirón porque la historia engancha. El suspense y la intriga están bien llevados, el ritmo es bueno, los flashbacks están bien dosificados y la novela tiene algunos giros de guión que te dejan en un estado de «¿pero qué me estás contando, Mari Puri?» Quizá riza un poco el rizo al final, pero eso es normal en este tipo de historias. Al fin y al cabo esta novela está pensada con los derechos de la película en la cabeza (y no me cabe duda de que, a poco que se esmere el director, el éxito está asegurado). En definitiva: de todas las comparaciones de la solapa la única verdareamente ajusta a la realidad es la de Larsson. Si no fuera por el premio y las desmedidas ambiciones del editor de esta novela plasmadas en su ridícula presentación, os habría ahorrado la parrafada anterior y os habría recomendado que os llevarais este libro a la playa —lo mismo que os habría recomendado las novelas de Larsson, que también me gustaron (bueno, las dos primeras; la tercera me pareció un truño). Así que ahí queda dicho. Lectura cómoda y enfrascante de tumbona, con el mojito al alcance de la mano.
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