Como conté al comentar la Breve historia de Francisco Pizarro, una de las impresiones que transmite la biografía es la fascinación por la conquista del Nuevo Mundo. Eso me dejó un gusanillo que me incitó a seguir leyendo sobre el tema. Tenía la Trilogía de la Amazonía, de William Ospina, así que decidí leer al menos su primera novela: Ursúa. Su título no deja dudas acerca del protagonismo de Pedro de Ursúa —conocido por ser víctima de la conspiración de Lope de Aguirre durante la expedición en busca de Eldorado—, aunque la novela es, sobre todo, el relato de parte de la conquista del Virreinato de Nueva Granada —que comprendía los actuales Ecuador, Colombia, Venezuela y parte de Perú, la Guayana y Brasil—, de la que el navarro es uno de sus personajes principales.
Tres cosas destacan en esta novela. La primera es la inmersión. Si en la biografía de Pizarro uno se sentía transportado a las selvas y montañas de la costa noroeste de Sudamérica, en esta novela las selvas huelen, el calor agobia, la lluvia empapa y las flechas envenenan. La sensación de mundo mágico, lleno de tesoros y peligros, de cosas que aún no tienen nombre, es muy fuerte. Uno puede entender muy bien lo que sentían los conquistadores deambulando por aquellas tierras.
La segunda es la brutalidad. Ya comenté que la biografía de Pizarro era un tanto descafeinada. La novela de Ospina no escatima en atrocidades. La voracidad de los conquistadores, su delirio del oro y su afán de enriquecerse a cualquier precio es la tónica del relato. Y no debe de haber mucha exageración, habida cuenta de que muy pocos de los conquistadores sobrevieron a las traiciones de sus colegas, que las justificaban defendiendo sus respectivos derechos a los botines obtenidos.
La tercera es el lenguaje poético, su sonido y ritmo, sus abundantes metáforas. El efecto que consigue Ospina con ello es muy interesante. El relato está narrado por uno de los participantes en la expedición que buscaba el país de la canela; un hombre que declara su admiración por Ursúa, por la fuerza de su carácter y su carisma, pese a reconocer que era un salvaje. Este narrador es un mestizo, hijo de un castellano de ascendencia morisca y de una india, que emigró a Europa huyendo de este mundo salvaje y a quien el destino trajo de regreso e involucró en una de las peores expediciones que se recuerdan. Sus sentimientos, al igual que los nuestros —y es ahí donde el lenguaje hace su papel—, están divididos entre sus simpatías hacia sus hermanos de sangre materna y la fascinación por Ursúa, que representa la determinación de un hombre por forjarse un destino heroico. La novela lo refleja todo: épica y horror, con un lenguaje hermoso y sonoro. Una sensación muy extraña.
Desde el punto de vista histórico, la novela arroja luz sobre un aspecto no demasiado bien tratado en otros textos: la relación entre el Nuevo Mundo y su rey. Una de las consecuencias de la barbarie contra los indios (y de las continuas luchas internas, todo hay que decirlo) fue la promulgación de las Nuevas Leyes de Indias, donde se limitaban, entre otras cosas, las encomiendas. Estas eran una especie de derechos feudales sobre tierras conquistadas, que incluían a los indios como parte ellas, en régimen de esclavitud. Las Nuevas Leyes crearon fuertes tensiones con la corona y dieron lugar a los primeros conatos de independencia. Era la solución más lógica: ¿qué pintaba un rey, a miles de leguas de distancia, ¡al otro lado de un océano!, imponiendo absurdas restricciones sobre unas tierras duramente adquiridas con sangre? ¡A tomar por culo el rey! ¿Por qué no erigirse en los propios reyes de esas tierras? Carlos I lo vio chungo y, absorbido como estaba en sus batallas europeas, estuvo a punto de dejar de lado la cuestión de las Indias... hasta que le explicaron que si las Indias se perdían no habría más oro para sus batallas. Y entonces decidió mandar al Lobo: un ex inquisidor llamado La Gasca, frío como el hielo, con una mirada que acojonaba y con una determinación de hierro. La Gasca se fue para las Indias sin ninguna tropa a su cargo y volvió con las cabezas de los rebeldes. Es, de lejos, el mejor episodio del libro.
Si alguna pega tiene la novela es su maniqueísmo. Los indios son las víctimas, sin duda, pero hasta las víctimas tienen su lado oscuro. Los nazis usaban judíos para controlar los trenes que iban a los campos de concentración, y estos «oficiales» judíos eran más hijos de puta en su celo que los propios nazis. En esta novela los indios son los buenos y sólo son buenos, y eso los hace menos creíbles. Por ejemplo, se refiere al espisodio de la captura de Atahualpa por Pizarro en Cajamarca como si Pizarro hubiera cometido una masacre contra unos indios que se fiaron de su hospitalidad, cuando la realidad fue que Atahualpa tenía rodeado el fuerte de Pizarro por millares de indios dispuestos a la lucha, y que fue capturado porque subestimó al enemigo.
Pero dejando de lado esta comprensible toma de postura, no del todo alejada de la lógica de la narración, se trata de una magnífica novela. No he continuado con las dos siguientes de la trilogía, no por nada, sino por cambiar un poco de tema; pero tengo la intención de retornar a la menor oportunidad. La segunda, El país de la canela, fue galardonada nada menos que con el Rómulo Gallegos. Si es mejor que esta, entonces es lectura obligada.
Tres cosas destacan en esta novela. La primera es la inmersión. Si en la biografía de Pizarro uno se sentía transportado a las selvas y montañas de la costa noroeste de Sudamérica, en esta novela las selvas huelen, el calor agobia, la lluvia empapa y las flechas envenenan. La sensación de mundo mágico, lleno de tesoros y peligros, de cosas que aún no tienen nombre, es muy fuerte. Uno puede entender muy bien lo que sentían los conquistadores deambulando por aquellas tierras.
La segunda es la brutalidad. Ya comenté que la biografía de Pizarro era un tanto descafeinada. La novela de Ospina no escatima en atrocidades. La voracidad de los conquistadores, su delirio del oro y su afán de enriquecerse a cualquier precio es la tónica del relato. Y no debe de haber mucha exageración, habida cuenta de que muy pocos de los conquistadores sobrevieron a las traiciones de sus colegas, que las justificaban defendiendo sus respectivos derechos a los botines obtenidos.
La tercera es el lenguaje poético, su sonido y ritmo, sus abundantes metáforas. El efecto que consigue Ospina con ello es muy interesante. El relato está narrado por uno de los participantes en la expedición que buscaba el país de la canela; un hombre que declara su admiración por Ursúa, por la fuerza de su carácter y su carisma, pese a reconocer que era un salvaje. Este narrador es un mestizo, hijo de un castellano de ascendencia morisca y de una india, que emigró a Europa huyendo de este mundo salvaje y a quien el destino trajo de regreso e involucró en una de las peores expediciones que se recuerdan. Sus sentimientos, al igual que los nuestros —y es ahí donde el lenguaje hace su papel—, están divididos entre sus simpatías hacia sus hermanos de sangre materna y la fascinación por Ursúa, que representa la determinación de un hombre por forjarse un destino heroico. La novela lo refleja todo: épica y horror, con un lenguaje hermoso y sonoro. Una sensación muy extraña.
Desde el punto de vista histórico, la novela arroja luz sobre un aspecto no demasiado bien tratado en otros textos: la relación entre el Nuevo Mundo y su rey. Una de las consecuencias de la barbarie contra los indios (y de las continuas luchas internas, todo hay que decirlo) fue la promulgación de las Nuevas Leyes de Indias, donde se limitaban, entre otras cosas, las encomiendas. Estas eran una especie de derechos feudales sobre tierras conquistadas, que incluían a los indios como parte ellas, en régimen de esclavitud. Las Nuevas Leyes crearon fuertes tensiones con la corona y dieron lugar a los primeros conatos de independencia. Era la solución más lógica: ¿qué pintaba un rey, a miles de leguas de distancia, ¡al otro lado de un océano!, imponiendo absurdas restricciones sobre unas tierras duramente adquiridas con sangre? ¡A tomar por culo el rey! ¿Por qué no erigirse en los propios reyes de esas tierras? Carlos I lo vio chungo y, absorbido como estaba en sus batallas europeas, estuvo a punto de dejar de lado la cuestión de las Indias... hasta que le explicaron que si las Indias se perdían no habría más oro para sus batallas. Y entonces decidió mandar al Lobo: un ex inquisidor llamado La Gasca, frío como el hielo, con una mirada que acojonaba y con una determinación de hierro. La Gasca se fue para las Indias sin ninguna tropa a su cargo y volvió con las cabezas de los rebeldes. Es, de lejos, el mejor episodio del libro.
Si alguna pega tiene la novela es su maniqueísmo. Los indios son las víctimas, sin duda, pero hasta las víctimas tienen su lado oscuro. Los nazis usaban judíos para controlar los trenes que iban a los campos de concentración, y estos «oficiales» judíos eran más hijos de puta en su celo que los propios nazis. En esta novela los indios son los buenos y sólo son buenos, y eso los hace menos creíbles. Por ejemplo, se refiere al espisodio de la captura de Atahualpa por Pizarro en Cajamarca como si Pizarro hubiera cometido una masacre contra unos indios que se fiaron de su hospitalidad, cuando la realidad fue que Atahualpa tenía rodeado el fuerte de Pizarro por millares de indios dispuestos a la lucha, y que fue capturado porque subestimó al enemigo.
Pero dejando de lado esta comprensible toma de postura, no del todo alejada de la lógica de la narración, se trata de una magnífica novela. No he continuado con las dos siguientes de la trilogía, no por nada, sino por cambiar un poco de tema; pero tengo la intención de retornar a la menor oportunidad. La segunda, El país de la canela, fue galardonada nada menos que con el Rómulo Gallegos. Si es mejor que esta, entonces es lectura obligada.
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