Machado de Assis nació en Brasil, en 1839, hijo de un pintor (de paredes) mulato descendiente de libertos y de una lavandera de Azores, que tabajaban a jornal en la casa de la viuda de un senador del imperio. De salud frágil, epiléptico y tartamudo, apenas se sabe de su infancia más que no fue a la escuela. A pesar de ello, aprendió francés con el dueño de la pastelería donde empezó a trabajar, y, de manera autodidacta, adquirió rápidamente una sólida formación intelectual que le permitió ascender socialmente, siendo primero cronista de un periódico, después tipógrafo y por último funcionario del Ministerio de Obra Públicas. Quien lo conoció dice de él que era elegante en el vestir, de gesto lento y pocas palabras, y que «[t]odo en él concordaba con la gravedad del hombre distinguido y del alto funcionario, [...] nada en él ofrecía el vigor de los que se hacen a sí mismos, el ímpetu de los victoriosos». En suma «su aspecto era el de un hombre perfectamente bien hallado» (las citas están sacadas de la Introducción de Lucia Miguel Pereira). Nada, pues, en su aspecto o su biografía lo delata como autor de una novela tan rompedora como las Memorias póstumas de Blas Cubas.
Antes de publicarla, en 1881, había sido un prolífico escritor de novelas románticas, unos truños bien escritos pero infumables, muy del gusto de la época; el tipo de producción que se espera de una persona a quien la vida ha tratado bien, pese a tan bajo origen, y que ha alcanzado una estabilidad social que le permite vivir sin sobresaltos. Y de pronto se descuelga con esto y rompe todos los moldes de la literatura de la época, adelantándose en medio siglo a los avances narrativos que traería el siglo XX. Para situaros, el panorama literario latinoamericano era —desde la emancipación del continente— un erial que sólo producía basura romanticoide y patriotera, y en Europa estaba triunfando el realismo.
Para empezar —y como su título indica—, las Memorias póstumas de Blas Cubas son eso, póstumas, o sea que su narrador es un muerto. Pero contra lo que sucede en otras narraciones de muertos, como Pedro Páramo, en ésta, la circunstancia tan peculiar la dota, paradójicamente, de un marcado tono humorístico. Porque de tener que describir esta novela con un solo calificativo, diría que es, por encima de todo, divertida. Eso sí, ya nos explica el difunto autor que el hecho de estar muerto hace que le importe tres carajos lo que piensen de él, así que anuncia desde el principio su intención de narrar los acontecimientos tal como ocurrieron, sin adornarlos ni esconder mezquindades, ni ajenas ni propias. De manera que Machado aprovecha para dar cera a la hipócrita sociedad carioca, haciendo que el humor se vuelva sátira, ironía y hasta sarcasmo. Con un punto de amargura que, pese a todo, se va acumulando a lo largo de esta novela, escrita con «la pluma del humor y la tinta de la melancolía».
Pero lo más original de todo es la forma narrativa, heterodoxa a más no poder con el canon realista y cercana a la forma de narrar contemporánea. Tiene de todo: alteraciones cronológicas (de hecho, la historia empieza por el final), digresiones de todo tipo, diálogos con el lector, metaliteratura, capítulos en blanco (unos puntos suspensivos alternados entre dos personajes cuentan en la más absoluta elipsis un encuentro amoroso), otros que son una simple enumeración, capítulos de tan solo dos o tres frases... Del ritmo narrativo y la trayectoria errática que sigue la novela doy tan solo un dato: en apenas 200 páginas hay 160 capítulos. Porque aseguran que esto se escribió en 1881, si no una datación a ciegas se quedaría corta en al menos cincuenta años.
Al parecer, Machado de Assis es el padre de la narrativa brasileña y uno de sus máximos exponentes (si no el máximo absoluto). Y sin embargo, yo en mi vida había oído hablar de él. Me lo ha descubierto Carlos Fuentes en su ensayo casi-póstumo (¡qué casualidad!) sobre la novela latinoamericana (ensayo que ya comentaré aquí si consigo terminarlo, porque es durillo...). Lo que dice de él es muy llamativo y sorprendente (aparte de ponerlo por las nubes, claro), y me han dado ganas de explorar, además, otras novelas que se escribieron allá por el XVIII. En fin, ya os contaré, si lo hago, qué relación tienen con ésta.
En resumen, una de las novelas más sorprendentes, originales y entretenidas que he leído en los últimos tiempos. Y, desde luego, una obra maestra. Chapó por su autor.
Antes de publicarla, en 1881, había sido un prolífico escritor de novelas románticas, unos truños bien escritos pero infumables, muy del gusto de la época; el tipo de producción que se espera de una persona a quien la vida ha tratado bien, pese a tan bajo origen, y que ha alcanzado una estabilidad social que le permite vivir sin sobresaltos. Y de pronto se descuelga con esto y rompe todos los moldes de la literatura de la época, adelantándose en medio siglo a los avances narrativos que traería el siglo XX. Para situaros, el panorama literario latinoamericano era —desde la emancipación del continente— un erial que sólo producía basura romanticoide y patriotera, y en Europa estaba triunfando el realismo.
Para empezar —y como su título indica—, las Memorias póstumas de Blas Cubas son eso, póstumas, o sea que su narrador es un muerto. Pero contra lo que sucede en otras narraciones de muertos, como Pedro Páramo, en ésta, la circunstancia tan peculiar la dota, paradójicamente, de un marcado tono humorístico. Porque de tener que describir esta novela con un solo calificativo, diría que es, por encima de todo, divertida. Eso sí, ya nos explica el difunto autor que el hecho de estar muerto hace que le importe tres carajos lo que piensen de él, así que anuncia desde el principio su intención de narrar los acontecimientos tal como ocurrieron, sin adornarlos ni esconder mezquindades, ni ajenas ni propias. De manera que Machado aprovecha para dar cera a la hipócrita sociedad carioca, haciendo que el humor se vuelva sátira, ironía y hasta sarcasmo. Con un punto de amargura que, pese a todo, se va acumulando a lo largo de esta novela, escrita con «la pluma del humor y la tinta de la melancolía».
Pero lo más original de todo es la forma narrativa, heterodoxa a más no poder con el canon realista y cercana a la forma de narrar contemporánea. Tiene de todo: alteraciones cronológicas (de hecho, la historia empieza por el final), digresiones de todo tipo, diálogos con el lector, metaliteratura, capítulos en blanco (unos puntos suspensivos alternados entre dos personajes cuentan en la más absoluta elipsis un encuentro amoroso), otros que son una simple enumeración, capítulos de tan solo dos o tres frases... Del ritmo narrativo y la trayectoria errática que sigue la novela doy tan solo un dato: en apenas 200 páginas hay 160 capítulos. Porque aseguran que esto se escribió en 1881, si no una datación a ciegas se quedaría corta en al menos cincuenta años.
Al parecer, Machado de Assis es el padre de la narrativa brasileña y uno de sus máximos exponentes (si no el máximo absoluto). Y sin embargo, yo en mi vida había oído hablar de él. Me lo ha descubierto Carlos Fuentes en su ensayo casi-póstumo (¡qué casualidad!) sobre la novela latinoamericana (ensayo que ya comentaré aquí si consigo terminarlo, porque es durillo...). Lo que dice de él es muy llamativo y sorprendente (aparte de ponerlo por las nubes, claro), y me han dado ganas de explorar, además, otras novelas que se escribieron allá por el XVIII. En fin, ya os contaré, si lo hago, qué relación tienen con ésta.
En resumen, una de las novelas más sorprendentes, originales y entretenidas que he leído en los últimos tiempos. Y, desde luego, una obra maestra. Chapó por su autor.
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