Siempre se ha dicho que hay preservar las lenguas, entre otras cosas porque reflejan, e influyen en, la manera de pensar de un pueblo o una cultura. En la web de la UNESCO hay diversas declaraciones sobre lenguas en peligro y diversidad lingüística. Así, en 2001 la UNESCO pidió a sus Estados
miembros que salvaguarden el patrimonio lingüístico y fomenten la
diversidad lingüística, porque “todo idioma refleja una visión del mundo única en
su género, con su propio sistema de valores, su filosofía específica y
sus características culturales peculiares. Su extinción supone una
pérdida irrecuperable de los conocimientos culturales únicos que se han
ido encarnando en él a lo largo de los siglos”.
Este libro trata precisamente de entender si esto es así, si es cierto que el lenguaje nos influye tanto o no, y si lo es, cómo. Para ello se centra en dos cuestiones concretas: en una primera parte trata la evolución de los nombres de los colores en las distintas lenguas, mientras que en la segunda se centra propiamente en la relación entre lenguaje y cultura. Ambas partes son francamente interesantes. En las dos la discusión se apoya en una perspectiva histórica muy amena y escrita casi como si fuera un thriller, lo que hace que el libro resulte muy fácil de leer. Y todo el libro me ha resultado sorprendente (ignorante que es uno sobre las cuestiones del lenguaje).
En la primera parte, la de los colores, el autor parte de un estudio de la Ilíada del primer ministro británico Gladstone (que resulta que era una autoridad en helenismo) donde recopila usos extraños de los colores por parte de Homero. Ello le lleva a postular, nada más y nada menos, que los griegos veían “mal” (es decir, no percibían la variedad de colores y tonalidades que nosotros vemos) y que la especie humana ha evolucionado en los últimos dos mil años hasta alcanzar nuestras actuales habilidades visuales. El resto de esa parte narra el trabajo de diversos investigadores para comprobar o rechazar esa teoría, y no digo el resultado para no hacer un spoiler, aunque sí adelantaré que la causa de la solución al problema no está clara todavía hoy (un artículo reciente al respecto es éste).
En la segunda parte es cuando entra en el tema de la relación entre lengua y cultura. Presenta de nuevo el tema históricamente, comenzando en el momento en que se creía que había pensamientos que se podían expresar en unos idiomas sí y en otros no (o, al revés, que cada lengua puede expresar su propio repertorio de ideas), y tras desmontar el argumento, va al punto clave: lo que hace lengua es, al exigir hablar de una cierta manera, obligar al cerebro a trabajar de maneras particulares. El ejemplo más revelador es el de un idioma de Australia en el que no usan nunca derecha e izquierda, de frente o detrás, sino que hablan para todo con los puntos cardinales, incluso dentro de las casas (“siéntate en la silla más al este”, “me estás pisando mi pie del norte”). Ello lleva a los hablantes de este idioma (Guugu Yimithirr) a registrar siempre los puntos cardinales, en todo momento y en todo lugar, cosa que obviamente nosotros no hacemos. Trata también otros ejemplos curiosos, como por ejemplo, los relacionados con el género de las palabras y el de las cosas que representan.
En resumen: un libro de divulgación sobre algunos problemas del lenguaje, bien escrito y que, al menos a mí, me ha iluminado en varios aspectos de la lingüística, tema que de siempre me ha gustado. Pero creo que aunque a uno no le guste o no sepa nada, podrá disfrutar de este libro.
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