Brno, años 50, en plena era estalinista. Un famoso arquitecto, Kamil Modráček (no sé ni cómo poner la boca para pronunciar su nombre), está siendo interrogado por las actividades “subversivas” de su hermana —a saber, pintar cuadros al estilo Kandinsky. Kamil está bajo sospecha porque construyó un edificio famoso para un jerarca nazi durante la era Heydrich (es curioso, justo antes de este libro me leí HHhH); un edificio que tiene planta de cruz gamada, pero de tan impresionante factura que nadie se ha atrevido a demolerlo. Desde entonces se ha “portado bien”, construyendo por encargo y ajustándose al estilo socialista. Tanto, que está convencido de que los interrogatorios no tienen más propósito que el de incordiarle. Pero la historia se tuerce un día en que le comunican que su hermana ha sido arrestada por actividades anticomunistas y que tras los interrogatorios se ha suicidado en la celda. Para colmo, le entregan el ataúd sellado y le impiden ver el cadáver. La novela es a la vez la historia de la venganza de Kamil y la realización de su gran sueño arquitectónico.
Así resumida no parece gran cosa. Y es que como en todas las buenas novelas, la “gracia” no está en el argumento. O por lo menos no solamente. El despliegue de recursos que emplea Kratochvil en el relato de esta historia es espectacular. La narración salta de personaje en personaje; pasa de tercera persona a primera, e incluso a segunda persona (¡sí, sí, a segunda!); discurre linealmente en el tiempo un rato, para luego hacer cabriolas temporales (algunas francamente espectaculares); intercala elementos esperpénticos, chocantes, absurdos y hasta fantásticos —aunque estos últimos muy dosificados; su estilo está muy lejos del “realismo mágico” que le atribuyen muchos—, y hace gala de todo tipo de técnicas de escritura (narración ágil de frases cortas en algunos cápitulos, párrafos gigantes sin un punto en otros, diálogos que se incrustan en la narración sin romper el hilo narrativo...).
Desde el punto de vista técnico es una novela muy barroca. Pero desde el punto de vista técnico, no del narrativo. El relato se lee con mucha facilidad y es ágil y rítmico, algo que contrasta fuertemente con el argumento de la novela. De hecho, una de sus características más interesantes es la omnipresencia del humor negro. La monstruosidad de algunos de los hechos que se narran contrasta con la ligereza, diría que hasta frivolidad, con que se relatan. En muchas ocasiones asistimos solo al punto de vista del “malo”, que, por supuesto, no se ve a sí mismo, ni de lejos, como lo vemos nosotros. Muy al contrario, se suele describir como un buen tipo. El efecto es muy impactante, pero en cierto modo cómico. Lo que consigue este tono humorístico es dar un tono optimista a un relato que, de otro modo, sería opresivo, angustioso y deprimente (como debió de ser esa época). No en vano, la gente continúa con su vida y sigue persiguiendo sus sueños pese a convivir permanentemente con el miedo.
Que la historia no puede acabar bien lo sabes desde las primeras páginas. Nadie con dos dedos de frente puede esperar otra cosa. Pero el tono optimista que Kratochvil le da a ese final sí es una sorpresa. Kratochvil es uno de los miembros de la “generación Kundera”: supervivientes de la era comunista que exorcisan sus demonios a través de la literatura. Algo que en España nos suena muy familiar. Pero el referente patrio más cercano a su estilo no está en la literatura: es Berlanga.
Así resumida no parece gran cosa. Y es que como en todas las buenas novelas, la “gracia” no está en el argumento. O por lo menos no solamente. El despliegue de recursos que emplea Kratochvil en el relato de esta historia es espectacular. La narración salta de personaje en personaje; pasa de tercera persona a primera, e incluso a segunda persona (¡sí, sí, a segunda!); discurre linealmente en el tiempo un rato, para luego hacer cabriolas temporales (algunas francamente espectaculares); intercala elementos esperpénticos, chocantes, absurdos y hasta fantásticos —aunque estos últimos muy dosificados; su estilo está muy lejos del “realismo mágico” que le atribuyen muchos—, y hace gala de todo tipo de técnicas de escritura (narración ágil de frases cortas en algunos cápitulos, párrafos gigantes sin un punto en otros, diálogos que se incrustan en la narración sin romper el hilo narrativo...).
Desde el punto de vista técnico es una novela muy barroca. Pero desde el punto de vista técnico, no del narrativo. El relato se lee con mucha facilidad y es ágil y rítmico, algo que contrasta fuertemente con el argumento de la novela. De hecho, una de sus características más interesantes es la omnipresencia del humor negro. La monstruosidad de algunos de los hechos que se narran contrasta con la ligereza, diría que hasta frivolidad, con que se relatan. En muchas ocasiones asistimos solo al punto de vista del “malo”, que, por supuesto, no se ve a sí mismo, ni de lejos, como lo vemos nosotros. Muy al contrario, se suele describir como un buen tipo. El efecto es muy impactante, pero en cierto modo cómico. Lo que consigue este tono humorístico es dar un tono optimista a un relato que, de otro modo, sería opresivo, angustioso y deprimente (como debió de ser esa época). No en vano, la gente continúa con su vida y sigue persiguiendo sus sueños pese a convivir permanentemente con el miedo.
Que la historia no puede acabar bien lo sabes desde las primeras páginas. Nadie con dos dedos de frente puede esperar otra cosa. Pero el tono optimista que Kratochvil le da a ese final sí es una sorpresa. Kratochvil es uno de los miembros de la “generación Kundera”: supervivientes de la era comunista que exorcisan sus demonios a través de la literatura. Algo que en España nos suena muy familiar. Pero el referente patrio más cercano a su estilo no está en la literatura: es Berlanga.
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