La única actitud sensata ante la fatalidad es el humor negro, y en ese género esta novela es una obra maestra.
Dejadme que os hable primero del autor. Émile Ajar es, en realidad, el pseudónimo de Romain Gary, el único escritor que ha ganado dos veces el premio Gouncourt, que sólo puede concederse una vez: una en 1956 como Romain Gary, por Las raíces del cielo, y otra en 1975 como Émile Ajar, por esta novela. Gary inventó un personaje para dar cuerpo al autor de La vida ante sí, a la manera del Kaplan de Con la muerte en los talones, y consiguió intrigar a todo el público. Tuvo que hacer que su cuñado apareciese ante al prensa como Émile Ajar para darle una cara al enigmático autor. Romain Gary era ruso y nació en 1914 en Moscú, como Roman Kacew. Valentí Puig, el prologuista de esta edición, lo describe así:
Romain Gary se quitó la vida en 1980 pegándose un tiro en la sien, poniendo fin a una de las carreras literarias más exitosas y controvertidas que hayan existido.
Pero volvamos a la novela. Decía que es una obra maestra de humor negro, y os voy a explicar por qué. Momo, el apelativo cariñoso con el que llaman a Mohamed, es un niño musulmán que vive en casa de la señora Rosa, un sexto piso sin ascensor en un destartalado edificio de un barrio de inmigrantes. La señora Rosa es una judía polaca superviviente de Auschwitz, obesa y asmática, que acoge en su casa a hijos de putas (literalmente, no en sentido figurado), como Momo. Algunas de las madres van de vez en cuando a ver a sus hijos, otras, como la de Momo, solo hacen llegar cada mes el dinero para pagar a la señora Rosa. La novela describe situaciones que podrían haber salido de Los miserables o de Oliver Twist, pero está narrada en primera persona por el propio Momo, y claro, lo que nos transmite es la visión de un niño. Así que a lo dramático de la situación se le une lo cómico de la percepción del mundo que tiene Momo, y la novela está plagada de historias terribles pero hilarantes. Los personajes secundarios son también para nota: un travestí exboxeador senegalés que trabaja todas las noches en el Bois de Boulogne; un proxeneta con un traje rosa que controla la mejor calle de Pigalle y que escribe cartas fantasiosas a su familia en Nigeria; un viejo musulmán que le habla de la vida a Momo sentado siempre en un café con una chilaba gris para que la muerte no lo sorprenda con chaqueta; un camerunés, el señor Walumba, que traga fuego en el Boulevard Saint-Michel... y Arthur, el mejor amigo de Momo: un paraguas con un trapo verde como cabeza que le acompaña a todas partes y con el que duerme todas las noches. La novela está llena de frases memorables: «yo dejé de ignorar a la edad de tres o cuatro años y a veces lo echo de menos»; «cuando lo conocí [al señor Hamil, el viejo del café], era ya muy viejo y después no ha hecho más que envejecer»; «durante mucho tiempo, no supe que era árabe porque nadie me había insultado todavía»; «eso de los niños es muy contagioso, donde hay uno en seguida vienen más»; «tienen hogares, llamados también tugurios»; «yo creo que los judíos son personas como los demás, pero no hay que tenérselo en cuenta»; «cuando tienen cuatro o cinco años, los negros son bien tolerados»; «para tener miedo no hace falta ninguna razón».
Es una novela sorprendente, sórdida pero entrañable, deprimente pero cómica, profundamente antifrancesa (casi no hay ningún francés en la novela, y el único que aparece es bastante patético). Y ni siquiera es larga, se lee en una tarde. Decididamente un must.
Dejadme que os hable primero del autor. Émile Ajar es, en realidad, el pseudónimo de Romain Gary, el único escritor que ha ganado dos veces el premio Gouncourt, que sólo puede concederse una vez: una en 1956 como Romain Gary, por Las raíces del cielo, y otra en 1975 como Émile Ajar, por esta novela. Gary inventó un personaje para dar cuerpo al autor de La vida ante sí, a la manera del Kaplan de Con la muerte en los talones, y consiguió intrigar a todo el público. Tuvo que hacer que su cuñado apareciese ante al prensa como Émile Ajar para darle una cara al enigmático autor. Romain Gary era ruso y nació en 1914 en Moscú, como Roman Kacew. Valentí Puig, el prologuista de esta edición, lo describe así:
“Fue fugitivo de la Rusia de los zares en un vagón para ganado, ardoroso aprendiz de escritor, piloto más que osado en la Segunda Guerra Mundial, gaullista que irritaba a De Gaulle, diplomático inusual, eslavo brumoso, portavoz de Francia en la ONU, novelista que irrumpe en la escena del éxito mundial con el premio Goncourt por Las raíces del cielo en 1956, cónsul general que conquista Los Ángeles a bordo de un Buick descapotable, judío nostálgico, «dandy» estoico que se compraba las botas en un zapatero chino de la isla Mauricio, reportero de lujo, marido de aquella Jean Seberg que fuera Juana de Arco y pregonó el Herald Tribune por las calles de París en Al final de la escapada, guionista afamado y luego director en Hollywood: si su vida fue novelesca, sus novelas también iban a tener la profusión y el aliento de quien luchaba contra la fatalidad sin dejar de buscar una cierta grandeza.”Todo un personaje. Al parecer, los críticos franceses le tenían manía y le daban mucha cera, de manera que les declaró la guerra. El invento de Émile Ajar para ganar dos veces un premio que sólo se puede recibir una forma parte de su venganza personal contra ellos. Además se debió de descojonar bastante cuando los críticos lo acusaron más tarde de imitar a Ajar.
Romain Gary se quitó la vida en 1980 pegándose un tiro en la sien, poniendo fin a una de las carreras literarias más exitosas y controvertidas que hayan existido.
Pero volvamos a la novela. Decía que es una obra maestra de humor negro, y os voy a explicar por qué. Momo, el apelativo cariñoso con el que llaman a Mohamed, es un niño musulmán que vive en casa de la señora Rosa, un sexto piso sin ascensor en un destartalado edificio de un barrio de inmigrantes. La señora Rosa es una judía polaca superviviente de Auschwitz, obesa y asmática, que acoge en su casa a hijos de putas (literalmente, no en sentido figurado), como Momo. Algunas de las madres van de vez en cuando a ver a sus hijos, otras, como la de Momo, solo hacen llegar cada mes el dinero para pagar a la señora Rosa. La novela describe situaciones que podrían haber salido de Los miserables o de Oliver Twist, pero está narrada en primera persona por el propio Momo, y claro, lo que nos transmite es la visión de un niño. Así que a lo dramático de la situación se le une lo cómico de la percepción del mundo que tiene Momo, y la novela está plagada de historias terribles pero hilarantes. Los personajes secundarios son también para nota: un travestí exboxeador senegalés que trabaja todas las noches en el Bois de Boulogne; un proxeneta con un traje rosa que controla la mejor calle de Pigalle y que escribe cartas fantasiosas a su familia en Nigeria; un viejo musulmán que le habla de la vida a Momo sentado siempre en un café con una chilaba gris para que la muerte no lo sorprenda con chaqueta; un camerunés, el señor Walumba, que traga fuego en el Boulevard Saint-Michel... y Arthur, el mejor amigo de Momo: un paraguas con un trapo verde como cabeza que le acompaña a todas partes y con el que duerme todas las noches. La novela está llena de frases memorables: «yo dejé de ignorar a la edad de tres o cuatro años y a veces lo echo de menos»; «cuando lo conocí [al señor Hamil, el viejo del café], era ya muy viejo y después no ha hecho más que envejecer»; «durante mucho tiempo, no supe que era árabe porque nadie me había insultado todavía»; «eso de los niños es muy contagioso, donde hay uno en seguida vienen más»; «tienen hogares, llamados también tugurios»; «yo creo que los judíos son personas como los demás, pero no hay que tenérselo en cuenta»; «cuando tienen cuatro o cinco años, los negros son bien tolerados»; «para tener miedo no hace falta ninguna razón».
Es una novela sorprendente, sórdida pero entrañable, deprimente pero cómica, profundamente antifrancesa (casi no hay ningún francés en la novela, y el único que aparece es bastante patético). Y ni siquiera es larga, se lee en una tarde. Decididamente un must.
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