Creo haber dicho ya que una vez oí a Borges decir que todos los argumentos estaban en la Odisea. Bueno, yo no recuerdo ningún triángulo en la Odisea. Tal vez será porque la dejé a medias (me aburrió tanto recitativo), aunque, ¿quién no conoce el argumento de cabo a rabo? Y no hay triángulos, ¿verdad? A lo mejor no dijo la Odisea; a lo mejor dijo Homero. ¡Ah! ¡Ahí ya sí! ¡Menelao, Helena y Paris! La Ilíada. Sí, seguro que dijo Homero... ¡Pues va a ser que tampoco! La Ilíada (ese monumento a la épica, que sí he leído entero y que merecería una reseña en este blog, pero una de las buenas) NO trata del famoso triángulo, sino del cabreo de Aquiles con Agamenón por un quítame allá una esclava (¿esto se podría considerar un triángulo?) Y a propósito de triángulos: ¿os habéis percatado que de los dos posibles, el XYX y el YXY (se entiende, ¿no?), sólo es este último el que inunda la literatura universal? Habría mucho que decir de la naturaleza humana partiendo solamente de esta observación.
En fin, todo este preámbulo viene a cuento de que la novela que traigo hoy trata de un triángulo, uno de los argumentos más viejos de la literatura. ¿Y cómo puede escribirse otra novela más con ese argumento manido? Bueno, Julian Barnes escribió El loro de Flaubert, así que cuenta de antemano con el beneficio de la duda.
Stuart y Oliver son amigos desde el colegio y viven ahora en Londres. Stuart es burgués, soso, poco brillante en los estudios y tiene dificultad para relacionarse con las chicas. Oliver (que no se llama así en realidad) es todo lo contrario: ingenioso, extrovertido, inteligente, gracioso... Y, claro, para él ligar no es problema. Pero la realidad es bastante más compleja. Pese a su falta de brillantez, Stuart ha triunfado como agente de bolsa y le sobra el dinero; en cambio Oliver, el listo, no ha pasado de dar clases de inglés para extranjeros en una academia cutre y siempre anda a la cuarta pregunta. Además, según transcurre el relato, Stuart se nos revela como alguien con la cabeza bien amueblada, mientras que Oliver acaba resultando fantoche, pedante y a menudo cansino. En esto que Stuart conoce a Gillian a través de una agencia y se casan. Y Oliver, de pronto, “descubre” que está enamorado de Gillian.
Esto no tiene nada de novedoso. Tal como lo he contado, el esquema es clónico de otros tantos que pueblan películas, novelas, cómics, canciones... Lo original de esta novela es que no hay narrador. Los personajes se alternan contándonos su versión de la historia, y contándonosla directamente a nosotros, al lector. Esto significa que, en realidad, cada uno nos está intentando vender su punto de vista. Miente, exagera, tergiversa o deforma en la medida en que él, o ella, sale favorecido. Y por supuesto se justifican. Todos se justifican. Y no sólo eso: buscan tu complicidad. Se dirigen a tí, te interpelan, te hacen preguntas, te replican (ya, tú no puedes contestar, pero ellos captan las respuestas). El recurso ya no es tan novedoso porque últimamente se utiliza mucho en el cine y la televisión. Por ejemplo, en la serie Modern family de vez en cuando aparece uno de los personajes sentado en un sofá dirigiéndose a cámara para hacer ciertas aclaraciones. Incluso a menudo ocurre que, en mitad de la acción, alguno de los personajes mira a cámara buscando sin palabras, con una mirada, la complicidad del espectador. Es el mismo recurso, pero claro, esta novela se escribió en 1991.
Hay más. Al principio se suceden unos cuantos capítulos con una cadencia regular: primero habla Stuart, luego Gillian y luego Oliver. Stuart cuenta, Gillian apostilla y Oliver se larga extensas parrafadas mezclando lo divino y lo humano y criticando a Stuart siempre que puede. De pronto aparece un capítulo de una página en que cada uno no dice más que una frase, y a partir de ahí la historia empieza a complicarse y también el orden de las intervenciones. Al principio las alteraciones del orden inicial son ocasionales, pero poco a poco aquello empieza a ser un caos de voces. Para colmo, inesperadamente empiezan a intervenir personajes secundarios, también dirigiéndose a ti. Algunos meten ruido, otros arrojan luz sobre algún punto o te ofrecen otra visión de los protagonistas. Total, que la estructura de la composición acaba recordando un canon a varias voces. O una opereta, porque la comicidad de todo el vodevil no se le escapa a nadie. Y eso que la historia es, en principio, dramática: ¡al pobre Stuart le roba la mujer su mejor amigo!
La novela es redonda: original, bien rematada (el final es brillante), con un ritmo soberbio... Y, sobre todo, con unos personajes magníficos. Los tres son complejos; muy complejos. Y la gracia de que cada uno hable defendiéndose a sí mismo te obliga a ver los tres puntos de vista, así que es difícil tomar partido. No puedes reducirlo todo a «¡qué cabrones, cómo le han podido hacer eso al pobre Stu!» Además, las intervenciones de los secundarios son buenísimas. La madre de Gillian es todo un personaje. Y hay una sorpresa hacia el final, otra puntualización no trivial a una de esas historias en que rápidamente catalogas buenos y malos. ¡Todo un monumento al relativismo, esta novela!
En fin, todo este preámbulo viene a cuento de que la novela que traigo hoy trata de un triángulo, uno de los argumentos más viejos de la literatura. ¿Y cómo puede escribirse otra novela más con ese argumento manido? Bueno, Julian Barnes escribió El loro de Flaubert, así que cuenta de antemano con el beneficio de la duda.
Stuart y Oliver son amigos desde el colegio y viven ahora en Londres. Stuart es burgués, soso, poco brillante en los estudios y tiene dificultad para relacionarse con las chicas. Oliver (que no se llama así en realidad) es todo lo contrario: ingenioso, extrovertido, inteligente, gracioso... Y, claro, para él ligar no es problema. Pero la realidad es bastante más compleja. Pese a su falta de brillantez, Stuart ha triunfado como agente de bolsa y le sobra el dinero; en cambio Oliver, el listo, no ha pasado de dar clases de inglés para extranjeros en una academia cutre y siempre anda a la cuarta pregunta. Además, según transcurre el relato, Stuart se nos revela como alguien con la cabeza bien amueblada, mientras que Oliver acaba resultando fantoche, pedante y a menudo cansino. En esto que Stuart conoce a Gillian a través de una agencia y se casan. Y Oliver, de pronto, “descubre” que está enamorado de Gillian.
Esto no tiene nada de novedoso. Tal como lo he contado, el esquema es clónico de otros tantos que pueblan películas, novelas, cómics, canciones... Lo original de esta novela es que no hay narrador. Los personajes se alternan contándonos su versión de la historia, y contándonosla directamente a nosotros, al lector. Esto significa que, en realidad, cada uno nos está intentando vender su punto de vista. Miente, exagera, tergiversa o deforma en la medida en que él, o ella, sale favorecido. Y por supuesto se justifican. Todos se justifican. Y no sólo eso: buscan tu complicidad. Se dirigen a tí, te interpelan, te hacen preguntas, te replican (ya, tú no puedes contestar, pero ellos captan las respuestas). El recurso ya no es tan novedoso porque últimamente se utiliza mucho en el cine y la televisión. Por ejemplo, en la serie Modern family de vez en cuando aparece uno de los personajes sentado en un sofá dirigiéndose a cámara para hacer ciertas aclaraciones. Incluso a menudo ocurre que, en mitad de la acción, alguno de los personajes mira a cámara buscando sin palabras, con una mirada, la complicidad del espectador. Es el mismo recurso, pero claro, esta novela se escribió en 1991.
Hay más. Al principio se suceden unos cuantos capítulos con una cadencia regular: primero habla Stuart, luego Gillian y luego Oliver. Stuart cuenta, Gillian apostilla y Oliver se larga extensas parrafadas mezclando lo divino y lo humano y criticando a Stuart siempre que puede. De pronto aparece un capítulo de una página en que cada uno no dice más que una frase, y a partir de ahí la historia empieza a complicarse y también el orden de las intervenciones. Al principio las alteraciones del orden inicial son ocasionales, pero poco a poco aquello empieza a ser un caos de voces. Para colmo, inesperadamente empiezan a intervenir personajes secundarios, también dirigiéndose a ti. Algunos meten ruido, otros arrojan luz sobre algún punto o te ofrecen otra visión de los protagonistas. Total, que la estructura de la composición acaba recordando un canon a varias voces. O una opereta, porque la comicidad de todo el vodevil no se le escapa a nadie. Y eso que la historia es, en principio, dramática: ¡al pobre Stuart le roba la mujer su mejor amigo!
La novela es redonda: original, bien rematada (el final es brillante), con un ritmo soberbio... Y, sobre todo, con unos personajes magníficos. Los tres son complejos; muy complejos. Y la gracia de que cada uno hable defendiéndose a sí mismo te obliga a ver los tres puntos de vista, así que es difícil tomar partido. No puedes reducirlo todo a «¡qué cabrones, cómo le han podido hacer eso al pobre Stu!» Además, las intervenciones de los secundarios son buenísimas. La madre de Gillian es todo un personaje. Y hay una sorpresa hacia el final, otra puntualización no trivial a una de esas historias en que rápidamente catalogas buenos y malos. ¡Todo un monumento al relativismo, esta novela!
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