Esta es una novela de difícil catalogación. Novela es, porque narra hechos ficticios, pero también ensayo, porque da una visión (muy personal) del Medellín posterior a la muerte de Pablo Escobar, cuando era (si aún no lo es) una ciudad llena de sicarios en paro. Y formalmente está cerca de la poesía, por el lenguaje. Narra, en primera persona, las impresiones de un colombiano que regresa a Medellín tras años de exilio en Europa, y recorre la ciudad acompañado por su joven novio, uno de esos sicarios desempleados. Pero la novela no descansa en la narración, que no es más que un leve hilo conductor; la novela se fundamenta en el oxímoron, la paradoja y la contradicción. El propio título ya lo deja claro: La virgen de los sicarios, la patrona de los asesinos, la virgen a la que rezan rogándole que guíe sus balas (sus «balas rezadas») para que no fallen el blanco.
El narrador nos habla, mezclando amor y odio, de su ciudad natal, comparando la Medellín de su infancia con el infierno actual. Ateo irredento y comecuras, recorre la ciudad con su ángel exterminador de iglesia en iglesia, despreciando la brutalidad que le rodea y, sin embargo, sembrando el crimen a su paso. Su sicario asesina a cualquiera que se cruza con ellos, da igual el motivo, en actos tan absurdos como cotidianos, y el narrador nos cuenta estos sucesos mezclando asco y justificación de los crímenes, al mismo tiempo culpando y sintiendo lástima de las víctimas.
Es un relato brutal y hermoso, hipnótico porque sobrecoge y porque engancha. No cabe imaginar una literatura más lejana en fondo al realismo mágico, y sin embargo heredera suya en forma. Narrar el horror y el crimen con palabras bonitas es la contradicción última de la novela, la que le da sentido literario, la que la aleja de lo que podría haber sido un vulgar relato de denuncia social. La locura de Medellín, retrato de Colombia entera, es imposible de entender por nadie que no sea de allí (y ni siquiera...) Así lo trasluce esta novela, que de ningún modo pretende explicarla, tan solo reflejarla. Y eso lo consigue con creces.
El narrador nos habla, mezclando amor y odio, de su ciudad natal, comparando la Medellín de su infancia con el infierno actual. Ateo irredento y comecuras, recorre la ciudad con su ángel exterminador de iglesia en iglesia, despreciando la brutalidad que le rodea y, sin embargo, sembrando el crimen a su paso. Su sicario asesina a cualquiera que se cruza con ellos, da igual el motivo, en actos tan absurdos como cotidianos, y el narrador nos cuenta estos sucesos mezclando asco y justificación de los crímenes, al mismo tiempo culpando y sintiendo lástima de las víctimas.
Es un relato brutal y hermoso, hipnótico porque sobrecoge y porque engancha. No cabe imaginar una literatura más lejana en fondo al realismo mágico, y sin embargo heredera suya en forma. Narrar el horror y el crimen con palabras bonitas es la contradicción última de la novela, la que le da sentido literario, la que la aleja de lo que podría haber sido un vulgar relato de denuncia social. La locura de Medellín, retrato de Colombia entera, es imposible de entender por nadie que no sea de allí (y ni siquiera...) Así lo trasluce esta novela, que de ningún modo pretende explicarla, tan solo reflejarla. Y eso lo consigue con creces.
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