jueves, 10 de septiembre de 2015

Pruebas y refutaciones, de Imre Lakatos

Canelón de calamar en su tinta con leche de almendras tiernas de Fran Martínez; ravioli de bimi y piel de leche de Sergio Bastard; langostinos en tempura con romescu de cacahuetes de Alberto Chicote; foie en costra de pan ahumado sobre higos salados, pil-pil de rúcula y gelée de Pedro Ximénez de Andra Mari. Son algunas de las recetas de grandes chefs que uno puede encontrar en la red. Son platos «perfectos», de sabores sorprendentes, equilibrados, de presentación impecable. Cuando uno los degusta en sus respectivos restaurantes son una experiencia para los sentidos. Ahora imaginad que queréis ser uno de esos grandes chefs y aprender a inventar y elaborar recetas como esas. ¿Os parece que sería una buena estrategia recorrer todas las catedrales de la gastronomía degustando cuanta exquisitez se os ofrezca? Porque esa es exactamente la forma en que se enseña hoy día la matemática en todas las universidades del mundo.

Debido a la enorme influencia de la escuela francesa —en especial del grupo Bourbaki— el «programa euclídeo» se ha impuesto como el paradigma de la construcción matemática. No cabe duda de que el hayazgo de Euclides (o más bien de todos los matemáticos cuyo saber recogió Euclides en sus Elementos) es una de las cumbres de la mente humana. Construir la geometría a partir de cinco postulados o axiomas y un puñado de «nociones fundamentales» que no se definen sino a través de sus propiedades reflejadas en esos postulados, es un tour de force de una belleza y una elegancia indiscutibles.

Pero para Lakatos, esta forma de presentar la matemática bloquea la creatividad, no transmite su verdadera esencia y, sobre todo, no enseña a pensar de forma matemática. Uno puede deducir teoremas a partir de los postulados y de proposiciones previas, pero eso no deja de ser una tarea rutinaria: no se crea nueva matemática con ello. En este libro Lakatos defiende que la matemática progresa gracias a un proceso mucho más complejo y rico basado en la elaboración de conjeturas y pruebas heurísticas y el análisis de sus refutaciones mediante contraejemplos.

Lakatos fue un epistemólogo húngaro de la escuela de Popper que desarrolló su trabajo en la London School of Economics. El contenido de este libro es una elaboración a partir de su tesis doctoral. Su plan era hacer asequible a un público amplio las ideas sobre epistemología de la matemática que propuso en dicha tesis. No tuvo tiempo: murió de un infarto en 1974 cuando solamente había escrito el primer capítulo. Dos discípulos suyos asumieron la tarea de acabar su trabajo y añadieron un segundo capítulo, que continúa la línea del primero a partir de nuevo material extraído de la tesis de Lakatos, y dos apéndices que ilustran las mismas ideas pero empleando ejemplos distintos.

La presentación de Lakatos es muy ingeniosa. Adoptando la forma de diálogo dramatizado que introdujera Galileo en sus Discorsi, Lakatos plantea sus argumentos a través de una discusión en clase entre un profesor y sus alumnos acerca del teorema de Euler sobre poliedros: C + A − V = 2 (o sea, el número de caras, más el de aristas, menos el de vértices de un poliedro es siempre igual a 2). El profesor presenta el teorema como una conjetura, que rápidamente se comprueba para los poliedros platónicos (tetraedro, cubo, octaedro, dodecaedro e icosaedro), para ofrecer, acto seguido, una «demostración» del resultado. Sin embargo, uno de los estudiantes encuentra inmediatamente un contraejemplo. En ese momento, tanto los estudiantes como el lector nos sorprendemos de la actitud del maestro: insiste en mantener la prueba aun a sabiendas de que no puede ser correcta. Ese es el poso bourbakiano que todos llevamos. Para nosotros (como para los alumnos del libro) la matemática es binaria: o bien la demostración es correcta, y no queda más que incluirla en los libros de texto, o bien es falsa —como demuestra la existencia de un contraejemplo—, y en ese caso hay que tirarla a la basura. No caben medias tintas. Pero a lo largo del capítulo Lakatos nos va mostrando que el camino correcto pasa por analizar la prueba en busca de los puntos débiles y las hipótesis o lemas ocultos que estamos asumiendo sin explicitar, y buscar en ellos las restricciones que hay que imponer a nuestro resultado, así como las definiciones más apropiadas de los términos que hemos introducido de forma heurística (como el de poliedro, que nunca hemos definido). Al final del proceso emerge el teorema con todas sus prescripciones correctamente delimitadas, pero también se perfilan los conceptos heurísiticos que no habíamos definido (incluida la propia noción de poliedro).

La discusión de la clase reproduce de forma bastante aproximada los avatares históricos del teorema, desde la propuesta original de Euler hasta la formulación más general que elaboró Cauchy (cuya prueba es la que aporta el maestro al comenzar la clase).  Todo ello se va aclarando y explicando en una serie de extensas notas a pie de página que, como explica el propio Lakatos en el prólogo, forman parte orgánica del texto. Resulta interesante, por ejemplo, leer que el teorema aparecía en los libros del siglo XIX como tal, junto con todos sus contraejemplos (a los que por distintos motivos se calificaba de «monstruos», indignos de ser incluidos entre los poliedros de buena ley). Tal cosa sería hoy día inconcebible en un texto de matemáticas.

El segundo capítulo no es menos interesante. En él uno de los alumnos presenta una reformulación algebraica del teorema que —nos dicen las notas— inventó Poincaré. Con esa formulación se completa el programa euclídeo: todo —nociones elementales, axiomas y teorema— queda perfectamente delimitado y explicitado. No hay fisuras ni réplica posible. Eso sí, en la nueva formulación al viejo concepto intiutivo de poliedro no lo reconoce ni la madre que lo parió. Ni por cierto al teorema, que se transforma en un engendro del tipo en ese caso hay que tirarla porque no vale. No caben medias tintas. Pero a lo largo del capítulo Lakatos nos va mostrando que el camino correcto pasa por analizar la prueba en busca de los puntos débiles y las hipótesis o lemas ocultos que estamos asumiendo sin explicitar, y buscar en ellos las restricciones que hay que imponer a nuestro resultado, así como las definiciones más apropiadas de los términos que hemos introducido de forma heurística (como el de poliedro, que nunca hemos definido). Al final del proceso emerge el teorema con todas sus prescripciones correctamente delimitadas, pero también se perfilan los conceptos heurísiticos que no habíamos definido (incluida la propia noción de poliedro).

La discusión de la clase reproduce de forma bastante aproximada los avatares históricos del teorema, desde la propuesta original de Euler hasta la formulación más general que elaboró Cauchy (cuya prueba es la que aporta el maestro al comenzar la clase).  Todo ello se va aclarando y explicando en una serie de extensas notas a pie de página que, como indica el propio Lakatos en el prólogo, forman parte orgánica del texto. Resulta interesante, por ejemplo, leer que el teorema aparecía en los libros del siglo XIX como tal, junto con todos sus contraejemplos (a los que por distintos motivos se calificaba de «monstruos», indignos de ser incluidos entre los poliedros de buena ley). Tal cosa sería hoy día inconcebible en un texto de matemáticas.

El segundo capítulo no es menos interesante. En él uno de los alumnos presenta una reformulación algebraica del teorema que —nos dicen las notas— inventó Poincaré. Con esa formulación se completa el programa euclídeo: todo —nociones elementales, axiomas y teorema— queda perfectamente delimitado y explicitado. No hay fisuras ni réplica posible. Eso sí, en la nueva formulación al viejo concepto intuitivo de poliedro no lo reconoce ni la madre que lo parió (ni por cierto al teorema, que se transforma en un engendro del tipo: «si los espacios circuito y los espacios circuito limitantes coinciden, el número de dimensiones del espacio 0-cadena menos el número de dimensiones del espacio 1-cadena más el número de dimensiones del espacio 2-cadena es igual a 2»).

Pruebas y refutaciones es una obra brillante que pone el dedo en la llaga en el problema de la disociación que existe entre la creación matemática y la transmisión del conocimiento matemático. Si la matemática que queda en los libros es el resultado final, pulido y niquelado, limpio de polvo y paja; si el origen de las extrañas definiciones que manejamos o de los extravagantes conceptos que, no obstante, parecen encajar perfectamente en todo el esquema; si todo eso, digo, se oculta al estudiante de matemáticas, ¿cómo puede aprender a crearlas? Sin conocer la receta del foie en costra de pan ahumado sobre higos salados, pil-pil de rúcula y gelée de Pedro Ximénez; sin haber visto nunca su elaboración ni saber los intentos fallidos y las pruebas que han llevado a ese delicado equilibrio de ingredientes y tiempos de cocción, ¿cómo puede pretenderse formar a un gran chef?

Pero no es una obra fácil de leer. Yo creo que el primer capítulo se puede seguir bien sin tener demasiados conocimientos de matemáticas. Precisamente por eso la elección del ejemplo de los poliedros es muy buena, porque todo el mundo sabe lo que son y porque es fácil visualizar caras, aristas o vértices. No hay una matemática elaborada detrás del teorema ni de sus demostraciones, y las ideas en discusión se entienden por eso mejor. Pero a partir del segundo capítulo la pendiente crece de forma considerable, y los apéndices directamente no se pueden leer a menos que tengas una buena formación en cálculo. Con todo, creo que el primer capítulo merece una leída (especialmente ahora que la web lo ha rescatado del cajón de libros descatalogados).

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