Torrente Ballester es uno de los escritores más originales que ha dado este país. En su extensa obra ha experimentado con todo tipo de narrativa, desde el realismo al relato fantástico, pasando por la metaliteratura, la novela histórica, el humor... Varias de sus novelas figuran en mi lista corta. Su trilogía Los gozos y las sombras, concebida como novelón decimonónico pero moderna en su factura —buena parte de la trama se desarrolla en diálogos, al estilo de Niebla, de Unamuno—, está al nivel de La Regenta. Filomeno a mi pesar, la novela con la que ganó el premio Planeta, la novela autobiográfica de un personaje peculiar, me gustó muchísimo. Y me encantó la corta, pero magnífica, Crónica del rey pasmado —incomparablemente mejor que la película, que no es mala. Pero por encima de todo lo que ha escrito y en un lugar muy alto de la novelística en lengua castellana está La saga/fuga de JB, obra desmesurada en todos los sentidos donde incorpora —yo creo que por vez primera en la narrativa española— el género fantástico. Algún verano me animaré a releerla y haré una reseña de ella que hará palidecer cualquier cosa que haya escrito en este blog, porque es muchísimo lo que se puede decir de esa novela singular.
Aunque me gustaría mucho, no voy a hablar ahora de La saga/fuga de JB, pero traerla a colación no es ocioso, porque la novela que acabo de leer y que voy a comentar, Fragmentos de Apocalipsis, la empezó nada más acabar de corregir las galeradas de aquella, y este hecho es fundamental para comprenderla. Precede a la segunda edición de la novela un magnífico prólogo del autor que explica las circunstancias vitales que la rodean, así como algunas de las claves que permiten entender mejor el experimento. Porque de eso se trata, de un curiosísimo experimento. De lo que cuenta y de lo que yo añado me hago la siguiente película. Torrente Ballester acaba de escribir y revisar la saga/fuga y eso lo deja en un estado mental lleno de imágenes relacionadas con esa novela y que, por lo que sea, no han acabado formando parte de ella (esto lo cuenta él mismo). Algunas casi forman un esbozo de relato, y eso le anima a intentar escribirlas. Pero bien sea porque la sombra de la saga/fuga es larga e intensa, bien porque ninguna de esas historias tiene suficiente entidad, bien porque en esa tesitura el autor se encuentra bloqueado —no me extraña: yo me habría pasado años sin escribir nada después de tal hazaña—, la novela no se deja escribir. Entonces tiene una idea brillante —aunque en el prólogo la cuenta como el intento de «apañar» lo que admite ser un fracaso—: decide crear una metanovela.
Como «truco» funciona: ya no se trata de armar una novela al uso (realista o fantástica), sino de usar los fragmentos de relato, las imágenes, etc., como elementos para componer un collage. Pero el verdadero «argumento» de la novela es la narración misma. Y ahí empieza un juego de realidades que nos sumerge muy hondo en el arte de narrar. La idea es que cada palabra dicha (escrita en este caso) tiene entidad de existencia. Por ejemplo: empieza la novela explicándonos qué elementos harían falta para crear (narrativamente hablando) la ciudad que servirá de fondo a la narración. Pero cuando termina nos damos cuenta de que ya está descrita la ciudad: la metadescripción de qué elementos se precisan y cómo se disponen es la descripción de la ciudad. El propio autor se convierte en un personaje, y emplea esa dualidad de personaje y narrador para confundirnos continuamente, para situarnos en realidades que lo son en uno de los roles pero dejan de serlo en el otro. Nos habla de su deseo frustrado de escribir una historia de amor, y para ello inventa una colega rusa de la que se enamora epistolarmente. Cuando se declaran su amor, y la imposibilidad de verse nunca, acuerdan que él (¿el autor o el personaje?) la incorpore como personaje en su narración (en la que estamos leyendo) con quien sostener el romance que ansía escribir. (¿En qué metanivel estamos? Se trata de un personaje creado a partir de otro personaje de ficción que crea el personaje de ficción que es el autor...). Para colmo —y frustración suya— la rusa metaficticia resulta ser pudorosa y le pide que no dé detalles de su relación amorosa, con lo que el tiro de escribir la novela de amor le sale un poco por la culata. Esto —que los personajes parezcan tener iniciativa propia— es un juego con el que nos vacila a lo largo de toda la novela (porque a un nivel es creíble, pero deja de serlo en cuanto nos percatamos de que es el autor —el real— el que controla todo lo que sucede en la novela), y es a la vez un homenaje al encuentro autor-personaje que apareció por primera vez en la narrativa hispánica en Niebla (el prólogo es explícito acerca de este homenaje).
El resto de los elementos de la novela son aquellos fragmentos narrativos de los que hablaba, y en los que aparecen toda suerte de personajes de la ficticia ciudad de Villasanta de la Estrella (trasunto de Santiago de Compostela), como curas, anarquistas, antiguos gobernadores de la ciudad, vikingos (sí, sí, vikingos) e incluso monstruos, que interactúan dando lugar a historias de todo tipo, buena parte de ellas delirantes. En algunas se atisba la conexión con la saga/fuga; otras son fruto de la fantasía sin control del autor, y otras, por fin, sirven para ilustrar ese juego de metaniveles que es el tema principal de la novela.
No es una lectura fácil, y no es la novela que yo recomendaría a alguien que no haya leído nada de Torrente Ballester (empezar por las novelas que citaba al principio es mucho más aconsejable, y algo que, independentemente de cualquier otra consideración, recomiendo vivamente). Reconozco que a mí me ha gustado porque soy un friqui de la metaliteratura, porque le tengo devoción a este autor y porque La saga/fuga de JB es una de las novelas que me llevaría a una isla desierta, y esta es una digna hija (menor, pero hija al fin y al cabo) de ella. Además, confieso que el guiño a Niebla (magnificado hasta el delirio, eso sí) me ha llegado al corazón, porque Niebla es otra de mis novelas fetiche.
Aunque me gustaría mucho, no voy a hablar ahora de La saga/fuga de JB, pero traerla a colación no es ocioso, porque la novela que acabo de leer y que voy a comentar, Fragmentos de Apocalipsis, la empezó nada más acabar de corregir las galeradas de aquella, y este hecho es fundamental para comprenderla. Precede a la segunda edición de la novela un magnífico prólogo del autor que explica las circunstancias vitales que la rodean, así como algunas de las claves que permiten entender mejor el experimento. Porque de eso se trata, de un curiosísimo experimento. De lo que cuenta y de lo que yo añado me hago la siguiente película. Torrente Ballester acaba de escribir y revisar la saga/fuga y eso lo deja en un estado mental lleno de imágenes relacionadas con esa novela y que, por lo que sea, no han acabado formando parte de ella (esto lo cuenta él mismo). Algunas casi forman un esbozo de relato, y eso le anima a intentar escribirlas. Pero bien sea porque la sombra de la saga/fuga es larga e intensa, bien porque ninguna de esas historias tiene suficiente entidad, bien porque en esa tesitura el autor se encuentra bloqueado —no me extraña: yo me habría pasado años sin escribir nada después de tal hazaña—, la novela no se deja escribir. Entonces tiene una idea brillante —aunque en el prólogo la cuenta como el intento de «apañar» lo que admite ser un fracaso—: decide crear una metanovela.
Como «truco» funciona: ya no se trata de armar una novela al uso (realista o fantástica), sino de usar los fragmentos de relato, las imágenes, etc., como elementos para componer un collage. Pero el verdadero «argumento» de la novela es la narración misma. Y ahí empieza un juego de realidades que nos sumerge muy hondo en el arte de narrar. La idea es que cada palabra dicha (escrita en este caso) tiene entidad de existencia. Por ejemplo: empieza la novela explicándonos qué elementos harían falta para crear (narrativamente hablando) la ciudad que servirá de fondo a la narración. Pero cuando termina nos damos cuenta de que ya está descrita la ciudad: la metadescripción de qué elementos se precisan y cómo se disponen es la descripción de la ciudad. El propio autor se convierte en un personaje, y emplea esa dualidad de personaje y narrador para confundirnos continuamente, para situarnos en realidades que lo son en uno de los roles pero dejan de serlo en el otro. Nos habla de su deseo frustrado de escribir una historia de amor, y para ello inventa una colega rusa de la que se enamora epistolarmente. Cuando se declaran su amor, y la imposibilidad de verse nunca, acuerdan que él (¿el autor o el personaje?) la incorpore como personaje en su narración (en la que estamos leyendo) con quien sostener el romance que ansía escribir. (¿En qué metanivel estamos? Se trata de un personaje creado a partir de otro personaje de ficción que crea el personaje de ficción que es el autor...). Para colmo —y frustración suya— la rusa metaficticia resulta ser pudorosa y le pide que no dé detalles de su relación amorosa, con lo que el tiro de escribir la novela de amor le sale un poco por la culata. Esto —que los personajes parezcan tener iniciativa propia— es un juego con el que nos vacila a lo largo de toda la novela (porque a un nivel es creíble, pero deja de serlo en cuanto nos percatamos de que es el autor —el real— el que controla todo lo que sucede en la novela), y es a la vez un homenaje al encuentro autor-personaje que apareció por primera vez en la narrativa hispánica en Niebla (el prólogo es explícito acerca de este homenaje).
El resto de los elementos de la novela son aquellos fragmentos narrativos de los que hablaba, y en los que aparecen toda suerte de personajes de la ficticia ciudad de Villasanta de la Estrella (trasunto de Santiago de Compostela), como curas, anarquistas, antiguos gobernadores de la ciudad, vikingos (sí, sí, vikingos) e incluso monstruos, que interactúan dando lugar a historias de todo tipo, buena parte de ellas delirantes. En algunas se atisba la conexión con la saga/fuga; otras son fruto de la fantasía sin control del autor, y otras, por fin, sirven para ilustrar ese juego de metaniveles que es el tema principal de la novela.
No es una lectura fácil, y no es la novela que yo recomendaría a alguien que no haya leído nada de Torrente Ballester (empezar por las novelas que citaba al principio es mucho más aconsejable, y algo que, independentemente de cualquier otra consideración, recomiendo vivamente). Reconozco que a mí me ha gustado porque soy un friqui de la metaliteratura, porque le tengo devoción a este autor y porque La saga/fuga de JB es una de las novelas que me llevaría a una isla desierta, y esta es una digna hija (menor, pero hija al fin y al cabo) de ella. Además, confieso que el guiño a Niebla (magnificado hasta el delirio, eso sí) me ha llegado al corazón, porque Niebla es otra de mis novelas fetiche.
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