La contraportada de este raro ejemplar editado por la antigua editorial Bruguera prometía «[u]n gran clásico de la ciencia ficción que explora las posibilidades de comunicación erótica entre seres de distinta naturaleza. Escrito en 1962, cuando la autora contaba sesenta y tres años, este libro narra las aventuras de una astronauta que, en su recorrido por distintos planetas, establece contacto —e incluso relaciones sexuales— con seres no humanos.» Admito que el morbo no fue ajeno a mi decisión de leerlo, pero aclaro que no hay nada (o muy poco) en él de lo que la contraportada promete. Por el contrario, me he encontrado con una curiosa novela, una especie de versión femenina de los Diarios de las estrellas de Lem, escrita por una no menos interesante autora.
Naomi Mitchison nació al final de la era victoriana en el seno del aristocrático clan escocés Haldane. Es nada menos que la hermana del famoso genetista J. B. S. Haldane. A la fuerte inclinación científica de esta familia debe Naomi Mitchison su sólida formación, especialmente en biología, y a la excentricidad de su clan debe su carácter disidente, que la llevó a casarse con un activista —aunque rico— de izquierdas y a involucrarse en todo tipo de obras sociales. En su casa organizaba fiestas nada convencionales por las que circulaban desde premios Nobel a jefes de tribu de Botswana, pasando por ministros, granjeros, líderes sindicales, y demás fauna variopinta. Escribió muchísimo y en todos los géneros —pese a ser prácticamente desconocida en el mundo hispano—, y tenía un talento franciscano para la comunicación entre especies. Según ella, era capaz de entenderse con patos, conejillos de Indias o guacamayos, y es quizá este talento el que centra la novela de la que tratamos.
Memorias de una mujer del espacio no es una novela al uso. No tiene un arco narrativo, ni personajes bien definidos —más allá de Mary, la protagonista, una especie de avatar de la autora—, ni tensión, ni nada de lo que suele definir una novela. El relato describe una serie de viajes que Mary realiza a distintos planetas con el fin de entrar en contacto y estudiar diversas formas de vida inteligentes. Por eso la he comparado con los Diarios de las estrellas. Sin embargo, ni el propósito ni la forma de la narración son iguales que los de la obra de Lem —a la que no obstante recuerda. Mitchison no busca ironizar ni fabular; no pretende la reflexión filosófica, como hace Lem, sino que explora las posibilidades que la biología ofrece para idear formas de inteligencia exóticas. Es una obra de especulación exobiológica. Y muy convincente. Me sorprende que sus propuestas no hayan sido adoptadas por otras novelas o películas (o tal vez lo han sido, porque no soy un experto en literatura sci-fi). Por otro lado, el racionalismo que conduce los relatos de Lem se ve sustituido en estas Memorias por una atención especial a las emociones, que forman la base de la comunicación, y en las que Mary es una gran experta. Es la impronta de su autora.
Memorias de una mujer del espacio no es —ni de lejos— un libro escandaloso —aunque su autora muestra una liberalidad muy avanzada para una mujer de su época. Tampoco es una novela que atrape y te retenga leyendo hasta las tantas. Pero ofrece varias de las mejores y más convincentes propuestas de inteligencias alienígenas que yo haya leído. Así que ha sido para mí un descubrimiento.
Naomi Mitchison nació al final de la era victoriana en el seno del aristocrático clan escocés Haldane. Es nada menos que la hermana del famoso genetista J. B. S. Haldane. A la fuerte inclinación científica de esta familia debe Naomi Mitchison su sólida formación, especialmente en biología, y a la excentricidad de su clan debe su carácter disidente, que la llevó a casarse con un activista —aunque rico— de izquierdas y a involucrarse en todo tipo de obras sociales. En su casa organizaba fiestas nada convencionales por las que circulaban desde premios Nobel a jefes de tribu de Botswana, pasando por ministros, granjeros, líderes sindicales, y demás fauna variopinta. Escribió muchísimo y en todos los géneros —pese a ser prácticamente desconocida en el mundo hispano—, y tenía un talento franciscano para la comunicación entre especies. Según ella, era capaz de entenderse con patos, conejillos de Indias o guacamayos, y es quizá este talento el que centra la novela de la que tratamos.
Memorias de una mujer del espacio no es una novela al uso. No tiene un arco narrativo, ni personajes bien definidos —más allá de Mary, la protagonista, una especie de avatar de la autora—, ni tensión, ni nada de lo que suele definir una novela. El relato describe una serie de viajes que Mary realiza a distintos planetas con el fin de entrar en contacto y estudiar diversas formas de vida inteligentes. Por eso la he comparado con los Diarios de las estrellas. Sin embargo, ni el propósito ni la forma de la narración son iguales que los de la obra de Lem —a la que no obstante recuerda. Mitchison no busca ironizar ni fabular; no pretende la reflexión filosófica, como hace Lem, sino que explora las posibilidades que la biología ofrece para idear formas de inteligencia exóticas. Es una obra de especulación exobiológica. Y muy convincente. Me sorprende que sus propuestas no hayan sido adoptadas por otras novelas o películas (o tal vez lo han sido, porque no soy un experto en literatura sci-fi). Por otro lado, el racionalismo que conduce los relatos de Lem se ve sustituido en estas Memorias por una atención especial a las emociones, que forman la base de la comunicación, y en las que Mary es una gran experta. Es la impronta de su autora.
Memorias de una mujer del espacio no es —ni de lejos— un libro escandaloso —aunque su autora muestra una liberalidad muy avanzada para una mujer de su época. Tampoco es una novela que atrape y te retenga leyendo hasta las tantas. Pero ofrece varias de las mejores y más convincentes propuestas de inteligencias alienígenas que yo haya leído. Así que ha sido para mí un descubrimiento.
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