miércoles, 2 de mayo de 2012

Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño

Tormenta de mierda, como se habría llamado esta novela de no haber mediado un editor, es una novela corta, hipnótica y opresiva. Un cura chileno del Opus Dei decide contar su vida, a modo de contrición, postrado en una cama al borde de la muerte. Ya ordenado sacerdote, la obsesión de su vida es la literatura, lo que le lleva a hacerse crítico literario y poeta. Todo el foco de la novela gira en torno a esta obsesión, porque su baza es la expiación a través de la estética. Al contarnos su vida nos cuenta la historia reciente de Chile, y en su narración observamos cómo el protagonista cruza por ella mirando siempre hacia otro lado, hacia el lado de la literatura. De joven entabla amistad con otro crítico literario, un latifundista amigo de Neruda llamado Farewell. En su fundo se topa por primera vez con la realidad: los campesinos del fundo, unos seres espectrales que lo veneran por lo que es, y por primera vez vuelve la espalda a la realidad y se refugia en el mundo artificial que se ha creado en torno a la literatura. No será la única. Asiste al ascenso de Allende y el golpe de Pinochet refugiado en los clásicos griegos; acepta un contrato para dar clases de marxismo a la Junta, unas clases que, el propio Pinochet le explica, tienen como objetivo conocer al enemigo; y durante la represión asiste con asiduidad a unas reuniones literarias en casa de una tal María Canales. Y allí la realidad le explota en la cara. En su lecho de muerte la culpa lo ahoga, lo que lo lleva, medio justificación medio expiación, a relatarnos estos hechos.

La narración es increíble. Bolaño es un mago de la prosa. La novela está contada desde ese punto de vista desencuadrado que evita que esta sea una novela más sobre la dictadura chilena: la elección del personaje, las historias que nos cuenta, la forma de contarlas, la obsesión literaria... todo hace que sea el paisaje de fondo y no la historia principal el verdadero tema de la novela. Es esa forma de narrar por complementariedad que ya empleaba en Los detectives salvajes, como en esos dibujos de fondo y forma donde lo que vemos es una copa y lo que en realidad hay dibujado son dos caras. El texto está lleno de símbolos y de metáforas; hasta los hechos más intrascendentes nos están diciendo algo. Y el ritmo... el ritmo es espectacular. Alterna las frases breves con frases gigantes que duran páginas enteras y que arrastran la narración en una tensión creciente que termina resultando agobiante.

No se le puede pedir más a un relato de ciento cincuenta páginas.

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