Vosotros habréis oído que si los asirios esto... que si los asirios lo otro... Pues para que os hagáis una idea: los asirios, ¡una mierda al lado de los hititas!
¿Y quién carajo eran los hititas? Porque... admitámoslo: ¿qué sabemos de los hititas? No, no se trata de que faltáramos a clase el día que tocaban los hititas, es que la humanidad desconocía este pueblo hasta el siglo XIX, y ni siquiera tomó conciencia de su importancia hasta bien entrado el XX. Porque en el segundo milenio antes de Cristo el imperio hitita (sí, sí, imperio), que ocupaba prácticamente toda la península de Anatolia, era la tercera potencia de Oriente Próximo al lado de los egipcios (nada menos) y los asirios. Y pese a eso, aún hoy no es mucho lo que sabemos de ellos.
En su famosa obra Dioses, tumbas y sabios Ceram demostró ser un maestro de la «novela arqueológica», como dio en llamar a este peculiar género que él mismo inventó. Allí contaba la historia de Grecia, Egipto, Mesopotamia y Centroamérica —y los respectivos estados e imperios que allí medraron—, a la vez que relataba, en clave de novela de intriga, los hallazgos arqueológicos que los sacaron a la luz. Como en su prólogo explica, El misterio de los hititas es la quinta parte de aquella «novela», que se quedó fuera por diversas razones, tal vez la más importante porque la historia de los hititas merece un libro aparte.
A los hititas se les menciona en la Biblia, pero nadie había dado importancia a aquél pueblo hasta que una serie de hallazgos en Turquía, primero losas con extrañas inscripciones en una lengua desconocida y después una ciudad (que luego se supo que era nada menos que la capital del imperio, Hattusas, la actual Boğazkale), empezaron a hablarnos de una gente cuya existencia llevaba olvidada 3.000 años. Por suerte para los arqueólogos los hititas escribían en varias lenguas, el acadio entre ellas, y además lo escribían en caracteres cuneiformes asirios, con lo que muy rápidamente se empezaron a saber cosas de ellos. Contar con las numerosas tablillas cuneiformes halladas en diversos yacimientos tuvo una ventaja adicional: ayudó a desentrañar la escritura jeroglífica hitita. Con todo ello y un mucho de paciencia y tesón se pudo reconstruir, a grandes rasgos, la historia de este pueblo y su tremenda importancia durante el segundo milenio a. de C. Y los historiadores no podían dar crédito a lo que aquellos textos revelaban.
Los hititas fueron un pueblo indoeuropeo (de hecho, el más antiguo del que se tiene constancia histórica) que invadió Anatolia desde el norte hacia el 1800 a. de C., conquistando las ciudades-estado de los pueblos autóctonos (conocidos como proto-hititas). Hacia 1300 a. de C. los hititas alcanza su máximo esplendor, bajo el reinado del gran rey —con nombre de trabalenguas tirolés— Shubiluliuma I. En esta época el imperio hitita ocupa prácticamente toda Anatolia. Les favorece el hecho de que los egipcios tienen un faraón pirado, Akhenaton, y andan muy ocupados construyendo ciudades en el desierto y enzarzados en debates teológicos de gran calado. Bueno, eso... y que al parecer tenían un arma de guerra a la que nada se podía resistir: unos carros de combate que portaban un auriga y dos guerreros, y que moviéndose a toda pastilla mataban todo lo que se les ponía por delante.
Hay un curioso detalle, más o menos de esa época, que revela en toda su dimensión la importancia del imperio hitita. Para cuando el nieto de Shubiluliuma, Muwatalis, asciende al trono, los egipcios han resuelto expeditivamente sus «problemillas» teológicos y han puesto a la cabeza de su imperio a Ramsés II, apodado «el Grande». Y a «el Grande» le toca mucho sus imperiales tener en la frontera a un enemigo tan chungo. Así que decide que ya está bien de andar correteando por Anatolia sin su permiso y se lanza a por los hititas con todo su ejército. Los murales del templo de Karnak cuentan el choque de imperios ocurrido en la famosa batalla de Kades (1296 a. de C.); la gran victoria que obtuvo Ramsés aplastando al ejército hitita, y su maganimidad al conceder el perdón a sus enemigos y establecer una paz que duró casi un siglo. Todo mentira. Eliminando la propaganda de esas inscripciones, lo que en realidad cuentan es la huida desesperada de «el Grande» quien, rodeado por los carros hititas y deshecho su ejército, escapó por los pelos de ser también apiolado en las arenas del desierto. Y la famosa paz es obra de Muwatalis. Con muy buen juicio decidió que apoderarse del imperio egipcio era meterse en un sarao que le iba a traer más problemas y dolores de cabeza que otra cosa, así que se aseguró de que Ramsés firmara un pacto que fijaba la frontera entre los imperios, y lo ratificó dándole en matrimonio a una hija suya. Por cierto, por una de esas casualidades asombrosas que a veces tiene la arqueología, se hallaron las dos copias de las tablillas con el texto del susodicho pacto, una en Tell el-Amarna y otra en Hattusas.
Pese a todo, un siglo después el imperio hitita se desmorona, su capital es arrasada por las llamas y los restos de este pueblo, que ya nunca más levantaría cabeza, se refugian en las montañas del norte de Siria y Cilicia. ¿Qué ocurrió? Pues que fueron arrasados por los «pueblos del mar». ¿Y quienes eran los pueblos del mar? Nadie lo sabe. Hay teorías para todos los gustos. Unos dicen que eran los aqueos que venían de Grecia, y para apoyar la tesis traen a colación la mítica guerra de Troya que, aunque mítica —dicen—, revela la existencia de un conflicto bélico entre aqueos y anatolios. Otros sugieren que fueron los micénicos y hay quien apunta incluso a los ítalos. Sean quienes fueren, entraron a hierro y fuego y arrasaron. Y dieron por saco no sólo a los hititas: también los egipcios se quejan de ellos. Por cierto que lo del hierro es literal. Aunque los hititas conocían la tecnología del hierro, lo usaban sólo para ornamentos; sus armas seguían siendo de bronce. La edad del hierro la traen consigo estos deconocidos pueblos del mar.
Pero el libro de Ceram es bastante más que la historia de los hititas (de la que, por cierto, a fecha de hoy no se sabe mucho más de lo que cuenta el libro). Como ocurría en Dioses, tumbas y sabios, la reconstrucción histórica se va intercalando con los relatos de los descubrimientos arqueológicos o los del desciframiento de la lengua hitita. Y todo ello con el pulso narrativo de la novela de intrigas. Dioses, tumbas y sabios es su indiscutida obra maestra, por la que se le conoce en todo el mundo, pero yo diría que en este libro Ceram se sale. Muy malo tienes que ser para contar historias sobre Grecia, Egipto, Mesopotamia o Centroamérica y aburrrir, pero hay que ser un maestro para mantener el interés contando la historia de un pueblo del que se sabe tan poco, y que no destacó ni por fastuosas construcciones, ni por un arte deslumbrante, ni por la acumulación de riquezas. Fueron un pueblo bastente mesurado, aunque eso sí, con un gran sentido de la diplomacia que impuso una organización en su imperio y un control de fronteras que no se voverían a ver hasta el Imperio Romano. Por eso es admirable que con tan magros ingredientes El misterio de los hititas resulte un libro tan absorbente. Es posible que la razón se deba a que Ceram se implicó personalmente en los hallazgos hititas, ya que visitó varias de las excavaciones. O quizá al propio misterio de su desconocido esplendor y su rápida desaparición. En cualquier caso, le salió un libro redondo y muy, muy ameno.
En su famosa obra Dioses, tumbas y sabios Ceram demostró ser un maestro de la «novela arqueológica», como dio en llamar a este peculiar género que él mismo inventó. Allí contaba la historia de Grecia, Egipto, Mesopotamia y Centroamérica —y los respectivos estados e imperios que allí medraron—, a la vez que relataba, en clave de novela de intriga, los hallazgos arqueológicos que los sacaron a la luz. Como en su prólogo explica, El misterio de los hititas es la quinta parte de aquella «novela», que se quedó fuera por diversas razones, tal vez la más importante porque la historia de los hititas merece un libro aparte.
A los hititas se les menciona en la Biblia, pero nadie había dado importancia a aquél pueblo hasta que una serie de hallazgos en Turquía, primero losas con extrañas inscripciones en una lengua desconocida y después una ciudad (que luego se supo que era nada menos que la capital del imperio, Hattusas, la actual Boğazkale), empezaron a hablarnos de una gente cuya existencia llevaba olvidada 3.000 años. Por suerte para los arqueólogos los hititas escribían en varias lenguas, el acadio entre ellas, y además lo escribían en caracteres cuneiformes asirios, con lo que muy rápidamente se empezaron a saber cosas de ellos. Contar con las numerosas tablillas cuneiformes halladas en diversos yacimientos tuvo una ventaja adicional: ayudó a desentrañar la escritura jeroglífica hitita. Con todo ello y un mucho de paciencia y tesón se pudo reconstruir, a grandes rasgos, la historia de este pueblo y su tremenda importancia durante el segundo milenio a. de C. Y los historiadores no podían dar crédito a lo que aquellos textos revelaban.
Los hititas fueron un pueblo indoeuropeo (de hecho, el más antiguo del que se tiene constancia histórica) que invadió Anatolia desde el norte hacia el 1800 a. de C., conquistando las ciudades-estado de los pueblos autóctonos (conocidos como proto-hititas). Hacia 1300 a. de C. los hititas alcanza su máximo esplendor, bajo el reinado del gran rey —con nombre de trabalenguas tirolés— Shubiluliuma I. En esta época el imperio hitita ocupa prácticamente toda Anatolia. Les favorece el hecho de que los egipcios tienen un faraón pirado, Akhenaton, y andan muy ocupados construyendo ciudades en el desierto y enzarzados en debates teológicos de gran calado. Bueno, eso... y que al parecer tenían un arma de guerra a la que nada se podía resistir: unos carros de combate que portaban un auriga y dos guerreros, y que moviéndose a toda pastilla mataban todo lo que se les ponía por delante.
Hay un curioso detalle, más o menos de esa época, que revela en toda su dimensión la importancia del imperio hitita. Para cuando el nieto de Shubiluliuma, Muwatalis, asciende al trono, los egipcios han resuelto expeditivamente sus «problemillas» teológicos y han puesto a la cabeza de su imperio a Ramsés II, apodado «el Grande». Y a «el Grande» le toca mucho sus imperiales tener en la frontera a un enemigo tan chungo. Así que decide que ya está bien de andar correteando por Anatolia sin su permiso y se lanza a por los hititas con todo su ejército. Los murales del templo de Karnak cuentan el choque de imperios ocurrido en la famosa batalla de Kades (1296 a. de C.); la gran victoria que obtuvo Ramsés aplastando al ejército hitita, y su maganimidad al conceder el perdón a sus enemigos y establecer una paz que duró casi un siglo. Todo mentira. Eliminando la propaganda de esas inscripciones, lo que en realidad cuentan es la huida desesperada de «el Grande» quien, rodeado por los carros hititas y deshecho su ejército, escapó por los pelos de ser también apiolado en las arenas del desierto. Y la famosa paz es obra de Muwatalis. Con muy buen juicio decidió que apoderarse del imperio egipcio era meterse en un sarao que le iba a traer más problemas y dolores de cabeza que otra cosa, así que se aseguró de que Ramsés firmara un pacto que fijaba la frontera entre los imperios, y lo ratificó dándole en matrimonio a una hija suya. Por cierto, por una de esas casualidades asombrosas que a veces tiene la arqueología, se hallaron las dos copias de las tablillas con el texto del susodicho pacto, una en Tell el-Amarna y otra en Hattusas.
Pese a todo, un siglo después el imperio hitita se desmorona, su capital es arrasada por las llamas y los restos de este pueblo, que ya nunca más levantaría cabeza, se refugian en las montañas del norte de Siria y Cilicia. ¿Qué ocurrió? Pues que fueron arrasados por los «pueblos del mar». ¿Y quienes eran los pueblos del mar? Nadie lo sabe. Hay teorías para todos los gustos. Unos dicen que eran los aqueos que venían de Grecia, y para apoyar la tesis traen a colación la mítica guerra de Troya que, aunque mítica —dicen—, revela la existencia de un conflicto bélico entre aqueos y anatolios. Otros sugieren que fueron los micénicos y hay quien apunta incluso a los ítalos. Sean quienes fueren, entraron a hierro y fuego y arrasaron. Y dieron por saco no sólo a los hititas: también los egipcios se quejan de ellos. Por cierto que lo del hierro es literal. Aunque los hititas conocían la tecnología del hierro, lo usaban sólo para ornamentos; sus armas seguían siendo de bronce. La edad del hierro la traen consigo estos deconocidos pueblos del mar.
Pero el libro de Ceram es bastante más que la historia de los hititas (de la que, por cierto, a fecha de hoy no se sabe mucho más de lo que cuenta el libro). Como ocurría en Dioses, tumbas y sabios, la reconstrucción histórica se va intercalando con los relatos de los descubrimientos arqueológicos o los del desciframiento de la lengua hitita. Y todo ello con el pulso narrativo de la novela de intrigas. Dioses, tumbas y sabios es su indiscutida obra maestra, por la que se le conoce en todo el mundo, pero yo diría que en este libro Ceram se sale. Muy malo tienes que ser para contar historias sobre Grecia, Egipto, Mesopotamia o Centroamérica y aburrrir, pero hay que ser un maestro para mantener el interés contando la historia de un pueblo del que se sabe tan poco, y que no destacó ni por fastuosas construcciones, ni por un arte deslumbrante, ni por la acumulación de riquezas. Fueron un pueblo bastente mesurado, aunque eso sí, con un gran sentido de la diplomacia que impuso una organización en su imperio y un control de fronteras que no se voverían a ver hasta el Imperio Romano. Por eso es admirable que con tan magros ingredientes El misterio de los hititas resulte un libro tan absorbente. Es posible que la razón se deba a que Ceram se implicó personalmente en los hallazgos hititas, ya que visitó varias de las excavaciones. O quizá al propio misterio de su desconocido esplendor y su rápida desaparición. En cualquier caso, le salió un libro redondo y muy, muy ameno.
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