He aquí uno de esos libros que estás a punto de dejar porque no satisfacen tus espectativas pero que, contra todo pronóstico, remonta en un momento dado para mostrarte al final que desde el principio era un buen libro, si tus prejuicios sobre él no te hubieran impedido apreciarlo. Pero era difícil, porque ¿qué cabía esperar de «[u]na novela sobre la campaña de Alejandro Magno en Afganistán» sino un despliegue de épica a cascoporro? Pues para mi sorpresa, el libro ha resultado ser un alegato antibelicista del calibre de La chaqueta metálica o Senderos de Gloria.
Derrotados los persas, Alejandro Magno sale en persecución de su rey Darío, en fuga hacia los territorios del actual Afganistán. Por el camino Darío es asesinado por sus generales, que no tardan en rendirse a Alejandro. Todos excepto Beso, autoproclamado sucesor de Darío, quien continúa la fuga hacia Afganistán acompañado, entre otros, de su comandante de caballería Espitámenes, el «Lobo del Desierto». Por circunstancias que no voy a contar, al final es el Lobo del Desierto quien capitanea el ejército afgano y a quien se va a enfrentar Alejandro. Pero Espitámenes no presenta batalla, no para de huir atravesando montañas y adentrándose cada vez más en las hostiles tierras del país. Y la campaña que Alejandro planeaba liquidar en unos meses acaba prolongándose tres años.
Lo primero que sorprende de la novela es que, pese a narrar una compleja campaña de Alejandro Magno, el protagonista, que cuenta la historia en primera persona, es un soldado de reemplazo, tercer hijo de un matrimonio macedonio cuyo padre murió en campañas anteriores y cuyos dos hermanos mayores llevan años en el ejército de Alejandro. Un «pringao», un donnadie, el último mono de la familia, que se enrola buscando gloria y honor. Alejandro en este libro no es más que una omnipresencia en la mente de los soldados, que apenas irrumpe un par de veces en la narración para arengar a sus tropas. Tropas que lo veneran como a un dios.
La primera parte del libro se parece a la primera parte de La chaqueta metálica. El protagonista tiene que sortear todas las mezquindades de la vida cuartelera, como bien conocerán los que hayan hecho la mili o como se puede ver en cualquier peli de marines con que nos bombardean desde Hollywood (verbigracia la anteriormente citada). Es esta la parte en la que empecé a cuestionarme por qué debía seguir leyendo la novela. Pero pronto su naturaleza cambia. Empieza la persecución de Espitámenes y el ejército se tiene que enfrentar a unos rivales muy distintos de los que está acostumbrado: una naturaleza hostil, y unos habitantes aún más hostiles y, para los estándares de cualquier persona normal, unos completos lunáticos. Deben cruzar pasos montañosos en pleno invierno, saltar de valle en valle, remontar ríos... y todo ello cruzando aldeas donde hasta la última vieja o bebé recién destetado es un potencial enemigo. Y Espitámenes no da la cara: sólo huye y tiende emboscadas. El ejército macedonio tiene que recurrir a una guerra de desgaste que consiste en pasar a cuchillo y arrasar cada aldea que se cruzan para cortar el apoyo al Lobo del Desierto. No hay gloria, no hay honor, sólo asesinatos a sangre fría de hombres, mujeres y niños, a los que no se puede dejar con vida porque te matarían en cuanto pudieran. Si hasta los nazis, paradigma de la crueldad y la deshumanización, tuvieron que idear las cámaras de gas para que sus soldados no enloquecieran en las sistemáticas ejecuciones de judíos, imaginaos el efecto de una campaña como esta en unos hombres cuyos ideales eran los héroes de la Iliada. A mitad del libro te preguntas, con el protagonista, para qué necesita Alejandro doblegar esa parte del mundo, donde no encuentran más que odio y miseria. Para Alejandro es importante asegurar el envío de suministros a través de Afganistán para sus futuros planes de conquista de la India. Pero, ¿por qué quiere Alejandro conquistar la India?
El estilo con que está escrita la novela es también áspero. Frases cortas, sentencias tajantes, aforismos, una visión cada vez más negativa del mundo, de los hombres y de la vida... Es una forma de narrar que resulta incómoda al principio (otra razón más para mis dudas iniciales), pero que acaba siendo la forma que mejor le va al relato.
El autor agradece al final del libro «[a]l capitán David J. Danelo por la inestimable perspectiva que proporcionó como escritor, marine y veterano de la guerra de Irak», una frase que resulta muy reveladora de los motivos que llevaron a Pressfield a escribir la novela. Quizá haya que concederle al autor la brillantez de haber trasladado esa perspectiva de la guerra, que creemos moderna, a una época de la que uno sólo espera hazañas heroicas y confrontaciones épicas. El mensaje es claro: la guerra nunca ha sido otra cosa.
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