Ya, ya sé que todo el mundo leyó esta novela en el instituto. Que todo el mundo la conoce. Que hay una película. Bueno, pues yo no la había leído, así que me dije «Más vale tarde...» Pero quizá no, quizá las cosas tienen su momento y su época...
El Jarama fue un bombazo en su día (corría el año 55...) por varias razones. Inauguraba el hiperrealismo, una forma de narrar basada en los diálogos, sin narrador, fiel a la forma de hablar de la gente, sin protagonistas, coral. Describe la cotidianeidad con una mirada objetiva, externa, como «un día en la vida de», y a la vez —y tal vez por ello— lleva implícita una fuerte carga de crítica social. Las vidas de los personajes aparecen como lo que son: vulgares, aburridas, tediosas, tristes. Ganó el Nadal de aquel año y abrió un largo periodo literario en la prosa española. Hoy es un clásico.
¿Se puede criticar un clásico? Porque eso es lo que voy a hacer aquí. No diré que la novela es mala —no lo es—, pero sí que ha envejecido mal. Por eso se me hizo difícil meterme en ella. Más de media novela estuve dudando si dejarla. Para empezar, el hiperrealismo ya no es rompedor, más bien al contrario, es una forma narrativa de la que se ha abusado hasta la náusea, no sólo en las novelas de los 50 y los 60, sino también (y sobre todo) en el cine. Ya en otro milenio, se me hacen muy cuesta arriba esas historias de gente cutre, con vidas cutres en un mundo cutre... y gris, todo gris. Será porque me he tragado muchas, será porque viví los últimos años de ese mundo en blanco y negro, no me apetece leer hiperrealismo social. Confieso que, además, tengo mis sesgos personales (como todo el mundo). Me gustan los personajes bien construidos, me gustan las escenas intensas, me gusta que las historias tengan épica. No quiero decir con esto que sólo me gusten los peplums, sino más bien que los hispanohablantes hemos abusado del antihéroe, olvidando que el héroe es el carácter más antiguo de la literatura universal (no sigo porque esto daría para un post muy largo; algún día contaré por qué Los santos inocentes me parece una de las novelas más grandes de nuestra literatura).
Pero he dicho que me costó no dejar la novela hasta la más o menos la mitad. ¿Qué pasó ahí para que mereciera la pena acabarla? Dos cosas: una, que me di cuenta de que la historia no va de lo que todo el mundo dice que va (una panda de jóvenes que se van un domingo de agosto a pasar el día al Jarama, hasta que un «acontecimiento» da al traste con la normalidad). En realidad, el eje de la historia es el bar del pueblo y los personajes que pululan por él. La historia de los chicos que vienen a bañarse sólo proporciona algunas anécdotas que dan pie a esos personajes para hablar de la vida y de la muerte, de lo humano y lo divino, de sus pasados y sus esperanzas. Y la segunda es que es ahí, avanzando la tarde, cuando empiezan a reunirse los parroquianos del bar, cuando aparecen los caracteres interesantes, los diálogos enjundiosos, las escenas intensas... y hasta una cierta épica (aunque sea la épica de la derrota: «hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria»).
Así que al final me ha acabado gustando. Creo que, pese al moho que sin duda tiene la novela, hay que leerla. Creo que es merecedora del premio y sí, creo que está bien catalogada como un clásico. Y a los clásicos se les perdona todo...
¿Se puede criticar un clásico? Porque eso es lo que voy a hacer aquí. No diré que la novela es mala —no lo es—, pero sí que ha envejecido mal. Por eso se me hizo difícil meterme en ella. Más de media novela estuve dudando si dejarla. Para empezar, el hiperrealismo ya no es rompedor, más bien al contrario, es una forma narrativa de la que se ha abusado hasta la náusea, no sólo en las novelas de los 50 y los 60, sino también (y sobre todo) en el cine. Ya en otro milenio, se me hacen muy cuesta arriba esas historias de gente cutre, con vidas cutres en un mundo cutre... y gris, todo gris. Será porque me he tragado muchas, será porque viví los últimos años de ese mundo en blanco y negro, no me apetece leer hiperrealismo social. Confieso que, además, tengo mis sesgos personales (como todo el mundo). Me gustan los personajes bien construidos, me gustan las escenas intensas, me gusta que las historias tengan épica. No quiero decir con esto que sólo me gusten los peplums, sino más bien que los hispanohablantes hemos abusado del antihéroe, olvidando que el héroe es el carácter más antiguo de la literatura universal (no sigo porque esto daría para un post muy largo; algún día contaré por qué Los santos inocentes me parece una de las novelas más grandes de nuestra literatura).
Pero he dicho que me costó no dejar la novela hasta la más o menos la mitad. ¿Qué pasó ahí para que mereciera la pena acabarla? Dos cosas: una, que me di cuenta de que la historia no va de lo que todo el mundo dice que va (una panda de jóvenes que se van un domingo de agosto a pasar el día al Jarama, hasta que un «acontecimiento» da al traste con la normalidad). En realidad, el eje de la historia es el bar del pueblo y los personajes que pululan por él. La historia de los chicos que vienen a bañarse sólo proporciona algunas anécdotas que dan pie a esos personajes para hablar de la vida y de la muerte, de lo humano y lo divino, de sus pasados y sus esperanzas. Y la segunda es que es ahí, avanzando la tarde, cuando empiezan a reunirse los parroquianos del bar, cuando aparecen los caracteres interesantes, los diálogos enjundiosos, las escenas intensas... y hasta una cierta épica (aunque sea la épica de la derrota: «hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria»).
Así que al final me ha acabado gustando. Creo que, pese al moho que sin duda tiene la novela, hay que leerla. Creo que es merecedora del premio y sí, creo que está bien catalogada como un clásico. Y a los clásicos se les perdona todo...
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