Decidí leer este libro porque se presentaba así:
Muy al contrario, el libro no es más que una suerte de defensa exaltada del castellano. Un ensayo escrito por un enamorado de la lengua, alguien que parece convencido de que el castellano es la más hermosa de las lenguas del planeta, y que parece no darse cuenta —o se resiste a hacerlo, que para el caso es lo mismo— de que toda lengua del planeta, desde el mandarín al dialecto de la más remota tribu inuit, contiene el mismo grado de sutileza, de riqueza de significados y matices, de belleza incluso (bueno, quizá descartando el alemán), que la que este hombre atribuye al castellano. Nos habla del hallazgo que supone alterar la ordenación en la frase para matizar significados; de la genialidad de introducir tres grados en los pronombres demostrativos (de la sutileza de la diferenciación entre el «ser» y el «estar» ni hablamos, “por ser de todos conocida”); de la habilidad del idioma para rescatar palabras antiguas y desplazar con ellas los neologismos; de las sublimes sutilezas del subjuntivo... Llega, en el paroxismo de su admiración, a afirmar que es imposible traducir el castellano a otro idioma sin perder el sinfín de significados que encierran todos estos matices. Y aunque admite a renglón seguido que lo mismo puede decirse de los demás idiomas, parece que lo hace a regañadientes, como diciendo “sí, sí, pero nada comparable al castellano”. No sé nada de mandarín, pero me bastó enterarme de la existencia de El poeta Come-leones en la guarida de piedra (no os perdáis la recitación de este poema) para entender que, en lo tocante a pérdidas en la traducción, el mandarín le da mil vueltas a cualquier otro idioma, incluido el castellano y sus tres demostrativos, su «ser» y «estar», sus pronombres, su subjuntivo y todas sus filigranas.
Dicho esto, el libro no carece de curiosidades interesantes sobre el castellano, alguna de las cuales yo desconocía. Por ejemplo, nunca me había fijado que el castellano ya no admite incorporaciones verbales más que en la primera conjugación. Probad. Cualquier palabra que os venga a la mente para convertir en verbo terminará en -ar. («formatear», «chatear», «emplatar», «esponsorear»). Al parecer no se incorporan verbos en -ir desde hace ocho siglos, y los que se han incorporado en -er lo han hecho si derivan de un nombre o adjetivo con la terminación -ecer («fortalecer», «embrutecer», «adormecer»). Incluso ahora es posible realizar algún añadido con ese patrón (él cita «embuenecer», con el que su hermana se refería a que el tiempo mejoraba). Pero Lurdes me hizo notar que nosotros conocemos un pedazo de excepción a esta regla: «submitir». En castellano fetén existe «someter», que no es una mala traducción, pero aquél lo usamos específicamente al mandar un artículo a una revista para «referear» (otro de la primera). ¿Ocho siglos decía? Aquí se ha puesto en marcha el mecanismo de analogía («dimitir», «remitir», «omitir»), que por cierto cita en algún capítulo posterior como uno de los mecanimos básicos de mutación de palabras. ¿Veis a lo que me refería? Hay tema para hablar de mecanismos de mutación, hibridación, recombinación, transferencia horizontal, etc., y todas las interacciones entre ellos; en suma, de las fuerzas aleatorias y selectivas que hacen evolucionar el idioma (no el castellano: todos). Como en la biología molecular (de hecho, varias veces se refiere a morfemas de palabras como “genes”, o sea que es consciente de la analogía). Lamentablemente, ha dejado pasar una excelente oportunidad de desarrollar esta idea.
Hay muchas otras curiosidades. Por ejemplo: ¿por qué el castellano prohíbe decir «nosotros me vemos», si todos me estáis mirando y yo estoy delante de un espejo? El libro menciona el hecho pero no da respuesta. Otra curiosidad: un artículo publicado por la Universidad de Cantabria en 2004 por un tal Roberto Veciana, resume las reglas de acentuación de la siguiente manera: las palabras acabadas en vocal, n o s son normalmente llanas y las acabadas en cualquier otra letra agudas; cualquier excepción tiene que ir acentuada. Simple, ¿no? Lamentablemente tiene tres excepciones que Grijelmo omite: «bíceps», «tríceps» y «fórceps» (sería rara una regla lingüística sin excepciones). Hay razones estadística que justifican tal regla: (1) en castellano las palabras tienden a ser llanas (como al parecer lo eran en latín); (2) 64.920 de un total de 91.968 entradas del diccionario terminan en vocal; (3) los plurales se forman en -s (nombres y adjetivos) y en -n (verbos), y (4) los infinitivos verbales son palabras agudas (porque los verbos en latín añadían una e al final: -are, -ire). Así que la regla resulta en una gran economía de acentos ortográficos: sólo hay que acentuar algo menos del 20% de las palabras. ¿Y sabéis cuántas palabras llanas requieren acento (porque acaban en otra consonante)? ¡Sólo 382! («árbol», «cráter», «látex»...)
Dejando a un lado las expectativas que el libro crea y no cumple, hay que admitir que bucear por el castellano da para escribir un libro ameno lleno de curiosidades, peculiaridades, etimologías y demás. Las anteriores son una pequeña muestra. De hecho, extraer un tal ensayo de la cantidad de estudios especializados (y por ello coñazo de leer) que existen sobre este asunto para divulgar entre el gran público es una tarea loable (y difícil). Pero tampoco en eso cumple bien este libro, porque le falta buen un hilo argumental, un esquema organizativo, una narrativa. Bueno, es peor que eso. El autor ha cometido un fallo imperdonable: ha intentado hacer de la metáfora del “genio de la lengua” su narrativa. Eso tiene dos graves inconvenientes. El primero es que, como decía Lázaro Carreter en El dardo en la palabra, cualquier metáfora ingeniosa repetida hasta la saciedad termina produciendo arcadas. Él lo decía por los periodistas deportivos y sus sobados “cabecea el esférico”, “golpea el cuero” y cosas por el estilo, pero se aplica a este libro como un guante. La puta metáfora consigue grosso modo duplicar el número de páginas a base de pura paja. Aparte de no aportar nada, al plasta del “genio”, que al autor parece resultarle de lo más entrañable, le acaba atribuyendo todo tipo de cualidades, incluso contradictorias (lo que seguramente al autor le parecerá una cualidad entrañable más del genio). Eso, y lo detestable que resulta el tono paternalista y condescendiente que rezuman las alusiones al genio, hacen que acabes odiándolo.
Pero el segundo inconveniente es aún más grave. El tal genio encarna todas esas fuerzas, tendencias e interacciones que hacen evolucionar una lengua, pero, como se apresura a aclarar al final, el genio no es nadie, somos todos los hablantes y no lo es ninguno. En pocas palabras: la lengua es (¡cómo no!) un fenómeno emergente. Y como todos los que estamos en el negocio sabemos, no hay peor metáfora para un fenómeno emergente que la animista. Dejando a un lado que no pocos dioses y religiones se han generado a partir de metáforas similares, me permito recordar lo nefastas que han resultado otras del mismo calibre, como la “Madre Naturaleza”, o la “mano invisible” de Adam Smith. De la primera ya se ha comentado en este blog. A la segunda, a tenor del cariz que está tomando la economía mundial, merecería la pena dedicarle un demoledor ensayo. Una metáfora animista pone un telón opaco entre el fenómeno y el efecto e impide pensar en la conexión entre los mecanismos microscópicos y sus consecuencias a gran escala, que es la única manera de entender los fenómenos emergentes. Ya somos los seres humanos animistas de más como para seguir echando leña al fuego. Y leyendo el libro no puede uno dejar de pensar que ese genio parece tener demasiadas cosas en común con la Real Academia de la Lengua.
En definitiva, en un análisis generoso el libro es un intento fallido de hacer un ensayo divulgativo ameno sobre el castellano, y en uno más crítico, una forma basante dañina de plantear la dinámica de una lengua. Y en ambos casos resulta aburrido. Y por cierto, si queréis leer un libro que de verdad enfoque evolutivamente las lenguas, os recomiendo The power of Babel, de John McWorther. Con ese sí que vais a flipar.
Si usted lee der schwankende Wacholder flüstert, sabrá que está ante una frase en alemán. Y pensará que se ha topado con el inglés si ve en un texto before it is too late. [...] Si escucha la palabra cusa en un contexto español, pensará que es un vocablo que usted desconoce pero que probablemente existe [...] [a]unque en realidad no exista. [...] ¿Qué es lo que nos hace identificar palabras como propias o ajenas, o asignarlas a una u otra lengua?: el genio de cada idioma, que alcanzamos a identificar someramente incluso aunque no lo conozcamos. Esta obra se pregunta —y procura algunas respuestas— sobre el genio del idioma español. Qué le gusta y qué rechaza, cómo se comporta desde hace siglos y cuáles son sus manías y sus misterios. Sabiendo todo eso, adivinaremos mejor cómo somos nosotros y cómo va a evolucionar nuestra lengua.Ingenuo de mí, pensé que iba a encontrar en él algunas de las fuerzas evolutivas que conforman las lenguas con el paso del tiempo; que iba a encontrar una explicación de por qué el español rechaza ciertas combinaciones de letras que son normales en otras lenguas, por qué vocales y consonantes se han transmutado desde el latín en la forma en que lo han hecho, y, en última instancia, qué nos hace reconocer una lengua que no conocemos, o entender como castellano palabras que nunca hemos oído. El tema es fascinante, porque combina evolución, reconocimiento de patrones, fenómenos cognitivos... Ingenuo de mí, porque no hay nada de esto en el libro.
Muy al contrario, el libro no es más que una suerte de defensa exaltada del castellano. Un ensayo escrito por un enamorado de la lengua, alguien que parece convencido de que el castellano es la más hermosa de las lenguas del planeta, y que parece no darse cuenta —o se resiste a hacerlo, que para el caso es lo mismo— de que toda lengua del planeta, desde el mandarín al dialecto de la más remota tribu inuit, contiene el mismo grado de sutileza, de riqueza de significados y matices, de belleza incluso (bueno, quizá descartando el alemán), que la que este hombre atribuye al castellano. Nos habla del hallazgo que supone alterar la ordenación en la frase para matizar significados; de la genialidad de introducir tres grados en los pronombres demostrativos (de la sutileza de la diferenciación entre el «ser» y el «estar» ni hablamos, “por ser de todos conocida”); de la habilidad del idioma para rescatar palabras antiguas y desplazar con ellas los neologismos; de las sublimes sutilezas del subjuntivo... Llega, en el paroxismo de su admiración, a afirmar que es imposible traducir el castellano a otro idioma sin perder el sinfín de significados que encierran todos estos matices. Y aunque admite a renglón seguido que lo mismo puede decirse de los demás idiomas, parece que lo hace a regañadientes, como diciendo “sí, sí, pero nada comparable al castellano”. No sé nada de mandarín, pero me bastó enterarme de la existencia de El poeta Come-leones en la guarida de piedra (no os perdáis la recitación de este poema) para entender que, en lo tocante a pérdidas en la traducción, el mandarín le da mil vueltas a cualquier otro idioma, incluido el castellano y sus tres demostrativos, su «ser» y «estar», sus pronombres, su subjuntivo y todas sus filigranas.
Dicho esto, el libro no carece de curiosidades interesantes sobre el castellano, alguna de las cuales yo desconocía. Por ejemplo, nunca me había fijado que el castellano ya no admite incorporaciones verbales más que en la primera conjugación. Probad. Cualquier palabra que os venga a la mente para convertir en verbo terminará en -ar. («formatear», «chatear», «emplatar», «esponsorear»). Al parecer no se incorporan verbos en -ir desde hace ocho siglos, y los que se han incorporado en -er lo han hecho si derivan de un nombre o adjetivo con la terminación -ecer («fortalecer», «embrutecer», «adormecer»). Incluso ahora es posible realizar algún añadido con ese patrón (él cita «embuenecer», con el que su hermana se refería a que el tiempo mejoraba). Pero Lurdes me hizo notar que nosotros conocemos un pedazo de excepción a esta regla: «submitir». En castellano fetén existe «someter», que no es una mala traducción, pero aquél lo usamos específicamente al mandar un artículo a una revista para «referear» (otro de la primera). ¿Ocho siglos decía? Aquí se ha puesto en marcha el mecanismo de analogía («dimitir», «remitir», «omitir»), que por cierto cita en algún capítulo posterior como uno de los mecanimos básicos de mutación de palabras. ¿Veis a lo que me refería? Hay tema para hablar de mecanismos de mutación, hibridación, recombinación, transferencia horizontal, etc., y todas las interacciones entre ellos; en suma, de las fuerzas aleatorias y selectivas que hacen evolucionar el idioma (no el castellano: todos). Como en la biología molecular (de hecho, varias veces se refiere a morfemas de palabras como “genes”, o sea que es consciente de la analogía). Lamentablemente, ha dejado pasar una excelente oportunidad de desarrollar esta idea.
Hay muchas otras curiosidades. Por ejemplo: ¿por qué el castellano prohíbe decir «nosotros me vemos», si todos me estáis mirando y yo estoy delante de un espejo? El libro menciona el hecho pero no da respuesta. Otra curiosidad: un artículo publicado por la Universidad de Cantabria en 2004 por un tal Roberto Veciana, resume las reglas de acentuación de la siguiente manera: las palabras acabadas en vocal, n o s son normalmente llanas y las acabadas en cualquier otra letra agudas; cualquier excepción tiene que ir acentuada. Simple, ¿no? Lamentablemente tiene tres excepciones que Grijelmo omite: «bíceps», «tríceps» y «fórceps» (sería rara una regla lingüística sin excepciones). Hay razones estadística que justifican tal regla: (1) en castellano las palabras tienden a ser llanas (como al parecer lo eran en latín); (2) 64.920 de un total de 91.968 entradas del diccionario terminan en vocal; (3) los plurales se forman en -s (nombres y adjetivos) y en -n (verbos), y (4) los infinitivos verbales son palabras agudas (porque los verbos en latín añadían una e al final: -are, -ire). Así que la regla resulta en una gran economía de acentos ortográficos: sólo hay que acentuar algo menos del 20% de las palabras. ¿Y sabéis cuántas palabras llanas requieren acento (porque acaban en otra consonante)? ¡Sólo 382! («árbol», «cráter», «látex»...)
Dejando a un lado las expectativas que el libro crea y no cumple, hay que admitir que bucear por el castellano da para escribir un libro ameno lleno de curiosidades, peculiaridades, etimologías y demás. Las anteriores son una pequeña muestra. De hecho, extraer un tal ensayo de la cantidad de estudios especializados (y por ello coñazo de leer) que existen sobre este asunto para divulgar entre el gran público es una tarea loable (y difícil). Pero tampoco en eso cumple bien este libro, porque le falta buen un hilo argumental, un esquema organizativo, una narrativa. Bueno, es peor que eso. El autor ha cometido un fallo imperdonable: ha intentado hacer de la metáfora del “genio de la lengua” su narrativa. Eso tiene dos graves inconvenientes. El primero es que, como decía Lázaro Carreter en El dardo en la palabra, cualquier metáfora ingeniosa repetida hasta la saciedad termina produciendo arcadas. Él lo decía por los periodistas deportivos y sus sobados “cabecea el esférico”, “golpea el cuero” y cosas por el estilo, pero se aplica a este libro como un guante. La puta metáfora consigue grosso modo duplicar el número de páginas a base de pura paja. Aparte de no aportar nada, al plasta del “genio”, que al autor parece resultarle de lo más entrañable, le acaba atribuyendo todo tipo de cualidades, incluso contradictorias (lo que seguramente al autor le parecerá una cualidad entrañable más del genio). Eso, y lo detestable que resulta el tono paternalista y condescendiente que rezuman las alusiones al genio, hacen que acabes odiándolo.
Pero el segundo inconveniente es aún más grave. El tal genio encarna todas esas fuerzas, tendencias e interacciones que hacen evolucionar una lengua, pero, como se apresura a aclarar al final, el genio no es nadie, somos todos los hablantes y no lo es ninguno. En pocas palabras: la lengua es (¡cómo no!) un fenómeno emergente. Y como todos los que estamos en el negocio sabemos, no hay peor metáfora para un fenómeno emergente que la animista. Dejando a un lado que no pocos dioses y religiones se han generado a partir de metáforas similares, me permito recordar lo nefastas que han resultado otras del mismo calibre, como la “Madre Naturaleza”, o la “mano invisible” de Adam Smith. De la primera ya se ha comentado en este blog. A la segunda, a tenor del cariz que está tomando la economía mundial, merecería la pena dedicarle un demoledor ensayo. Una metáfora animista pone un telón opaco entre el fenómeno y el efecto e impide pensar en la conexión entre los mecanismos microscópicos y sus consecuencias a gran escala, que es la única manera de entender los fenómenos emergentes. Ya somos los seres humanos animistas de más como para seguir echando leña al fuego. Y leyendo el libro no puede uno dejar de pensar que ese genio parece tener demasiadas cosas en común con la Real Academia de la Lengua.
En definitiva, en un análisis generoso el libro es un intento fallido de hacer un ensayo divulgativo ameno sobre el castellano, y en uno más crítico, una forma basante dañina de plantear la dinámica de una lengua. Y en ambos casos resulta aburrido. Y por cierto, si queréis leer un libro que de verdad enfoque evolutivamente las lenguas, os recomiendo The power of Babel, de John McWorther. Con ese sí que vais a flipar.
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