Si me hubierais preguntado por escritores colombianos antes de leer este libro no habría podido citar más que al colombiano universal. Así que descubrir otro escritor colombiano, y de la calidad de Juan Gabriel Vásquez, ha sido una sorpresa doble. Supe de él por algún blog y por Volpi, que lo menciona en El insomnio de Bolívar, y de esta novela en concreto porque recibió el premio Alfaguara en 2011. Lo puse en mi lista de “para leer” y al final he encontrado un rato para sacarlo de ella.
Y en buena hora.
Es un pedazo de novela. Cuenta la historia reciente de Colombia a través de la relación, que no amistad, del protagonista, Antonio Yammara, un miembro de la generación marcada por la violencia del narcotráfico, con Ricardo Laverde, uno de sus protagonistas tangenciales. La novela es la historia personal de Yammara; es el relato de la vida de Ricardo Laverde; son varias historias de amor entrecruzadas; es la crónica de un azar que entrelaza las vidas de varias personas, del pasado y del presente, y, sobre todo, es la historia más reciente de Colombia. Y para colmo, está magníficamente escrita.
Hablar de escritores colombianos y pensar en García Márquez es todo uno. Su sombra no es alargada: es incomensurable. Por eso no hay posibilidad de ser escritor en Colombia sin enfrentarse al profeta de América Latina. Y pensar en García Márquez es pensar en el realismo mágico.
Ya he contado cómo hay un movimiento entre los nuevos escritores latinoamericanos de abierto enfrentamiento al realismo mágico. Y tienen razón: por un lado, es un esquema manido y obsoleto, y por otro, es una losa que pesa sobre todo escritor que haya nacido en algún lugar entre México y Tierra de Fuego. Pero, ¿cómo desligarse de los gigantes de cuyas fuentes han mamado, con los que han aprendido a escribir, sin tener que recurrir a un absurdo e injusto rechazo? Pues Juan Gabriel Vásquez lo ha hecho con una maestría ante la que me descubro: ha construido una novela que es, a la vez, el contrapunto y la continuación de la literatura de García Márquez, que está llena de guiños y homenajes a sus novelas, y que en estructura y ritmo narrativo es una digna heredera de Cien años de soledad.
Pese a no ser un experto, he sido capaz de identificar varias referencias. Por ejemplo, la primera vez que habla de Ricardo Laverde lo hace así: «El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá...», de una manera que recuerda mucho a Crónica de una muerte anunciada. De hecho, este comienzo produce el mismo efecto: el de un destino fatal que no hay forma de eludir, a pesar de que en todo momento parece posible. Este comienzo es el primero de dos o tres saltos temporales que retrotraen la historia para contarnos sobre el protagonista y sobre Laverde, hasta retomar el punto en el que la anunciada muerte tiene lugar.
En otro punto de la historia nos narra un hecho crucial comenzando así: «Muchos años después, recordando ese día aciago, Julio Laverde hablaría sobre todo de las banderas. Recordaría a su padre llevándolo a pie desde la casa de la familia hasta el Campo de Marte...», párrafo que inmediatamente recuerda el memorable comienzo «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.» Como él, también introduce una inflexión temporal que nos lleva al pasado, y lo hace del mismo modo: aludiendo a un elemento trivial. La inflexión es, en mi opinión, de particular importancia porque se trata precisamente del punto en que la Colombia histórica de las guerras civiles, los coroneles y los Buendía, enlaza con la Colombia que todos hemos conocido a través de los telediarios. Que el enlace entre las dos se produzca con una referencia tan clara a Cien años de soledad me parece un recurso magistral. No es el único homenaje a esta novela universal. Más adelante podemos leer: «Mucho tiempo después, recordando ese día, a Elaine no dejaría de maravillarla la certeza con que supo, sin ninguna prueba ni razón para sopechar, que Ricardo le había mentido.» O «Mucho más tarde, recordándolos para su hija o para sí misma, Elaine tendría que aceptar que los tres años siguientes, los tres años monótonos y rutunarios que siguieron a la construcción de Villa Elena, fueron los más felices de su vida en Colombia.»
Como Cien años de soledad, esta novela juega con la línea temporal saltando atrás y adelante, incluyendo relatos dentro de relatos, ligando así pasado y presente, causas y consecuencias, la Colombia histórica y la Colombia actual. Y la forma de narrar la recuerda continuamente. Pero al mismo tiempo esta novela se distancia completamente del realismo mágico. No hay gente que asciende a los cielos, ni espíritus que pueblan los patios, ni niños con cola de cerdo, ni magos que predicen el futuro. Hay gente normal, con vidas normales, con sus historias de amor y sus proyectos de vida. Gente cualquiera que va tomando decisiones y embarcándose en empresas que los acaban llevando al punto de conflicto con que comienza la novela.
En definitiva, una novela magistral. Francamente, habiendo leído a Bolaño, a Volpi, a Neuman y ahora a Vásquez, me parece que en cuestión de literatura de habla hispana América Latina nos gana por goleada. Claro, son más, pero aún así...
Y en buena hora.
Es un pedazo de novela. Cuenta la historia reciente de Colombia a través de la relación, que no amistad, del protagonista, Antonio Yammara, un miembro de la generación marcada por la violencia del narcotráfico, con Ricardo Laverde, uno de sus protagonistas tangenciales. La novela es la historia personal de Yammara; es el relato de la vida de Ricardo Laverde; son varias historias de amor entrecruzadas; es la crónica de un azar que entrelaza las vidas de varias personas, del pasado y del presente, y, sobre todo, es la historia más reciente de Colombia. Y para colmo, está magníficamente escrita.
Hablar de escritores colombianos y pensar en García Márquez es todo uno. Su sombra no es alargada: es incomensurable. Por eso no hay posibilidad de ser escritor en Colombia sin enfrentarse al profeta de América Latina. Y pensar en García Márquez es pensar en el realismo mágico.
Ya he contado cómo hay un movimiento entre los nuevos escritores latinoamericanos de abierto enfrentamiento al realismo mágico. Y tienen razón: por un lado, es un esquema manido y obsoleto, y por otro, es una losa que pesa sobre todo escritor que haya nacido en algún lugar entre México y Tierra de Fuego. Pero, ¿cómo desligarse de los gigantes de cuyas fuentes han mamado, con los que han aprendido a escribir, sin tener que recurrir a un absurdo e injusto rechazo? Pues Juan Gabriel Vásquez lo ha hecho con una maestría ante la que me descubro: ha construido una novela que es, a la vez, el contrapunto y la continuación de la literatura de García Márquez, que está llena de guiños y homenajes a sus novelas, y que en estructura y ritmo narrativo es una digna heredera de Cien años de soledad.
Pese a no ser un experto, he sido capaz de identificar varias referencias. Por ejemplo, la primera vez que habla de Ricardo Laverde lo hace así: «El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá...», de una manera que recuerda mucho a Crónica de una muerte anunciada. De hecho, este comienzo produce el mismo efecto: el de un destino fatal que no hay forma de eludir, a pesar de que en todo momento parece posible. Este comienzo es el primero de dos o tres saltos temporales que retrotraen la historia para contarnos sobre el protagonista y sobre Laverde, hasta retomar el punto en el que la anunciada muerte tiene lugar.
En otro punto de la historia nos narra un hecho crucial comenzando así: «Muchos años después, recordando ese día aciago, Julio Laverde hablaría sobre todo de las banderas. Recordaría a su padre llevándolo a pie desde la casa de la familia hasta el Campo de Marte...», párrafo que inmediatamente recuerda el memorable comienzo «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.» Como él, también introduce una inflexión temporal que nos lleva al pasado, y lo hace del mismo modo: aludiendo a un elemento trivial. La inflexión es, en mi opinión, de particular importancia porque se trata precisamente del punto en que la Colombia histórica de las guerras civiles, los coroneles y los Buendía, enlaza con la Colombia que todos hemos conocido a través de los telediarios. Que el enlace entre las dos se produzca con una referencia tan clara a Cien años de soledad me parece un recurso magistral. No es el único homenaje a esta novela universal. Más adelante podemos leer: «Mucho tiempo después, recordando ese día, a Elaine no dejaría de maravillarla la certeza con que supo, sin ninguna prueba ni razón para sopechar, que Ricardo le había mentido.» O «Mucho más tarde, recordándolos para su hija o para sí misma, Elaine tendría que aceptar que los tres años siguientes, los tres años monótonos y rutunarios que siguieron a la construcción de Villa Elena, fueron los más felices de su vida en Colombia.»
Como Cien años de soledad, esta novela juega con la línea temporal saltando atrás y adelante, incluyendo relatos dentro de relatos, ligando así pasado y presente, causas y consecuencias, la Colombia histórica y la Colombia actual. Y la forma de narrar la recuerda continuamente. Pero al mismo tiempo esta novela se distancia completamente del realismo mágico. No hay gente que asciende a los cielos, ni espíritus que pueblan los patios, ni niños con cola de cerdo, ni magos que predicen el futuro. Hay gente normal, con vidas normales, con sus historias de amor y sus proyectos de vida. Gente cualquiera que va tomando decisiones y embarcándose en empresas que los acaban llevando al punto de conflicto con que comienza la novela.
En definitiva, una novela magistral. Francamente, habiendo leído a Bolaño, a Volpi, a Neuman y ahora a Vásquez, me parece que en cuestión de literatura de habla hispana América Latina nos gana por goleada. Claro, son más, pero aún así...
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