sábado, 21 de diciembre de 2013

Amor, etcétera, de Julian Barnes

Diez años después, Barnes retoma la historia de los tres protagonistas de Hablando del asunto. Como me gustó aquélla, me picó la curiosidad ésta. Mismo esquema, una vuelta de tuerca más sobre el triángulo, con el añadido del tiempo transcurrido y un pasado común. Imagino que, de haber leído las dos novelas en el momento en que se publicaron, la complicidad entre autor y lector habría sido mayor (una parte del efecto que busca Barnes). Uno podría esperar diez años a leer esta segunda parte, pero francamente...

Stuart ha pasado estos diez años en Estados Unidos, adonde se fue para alejarse de su pasado, y vuelve a Londres casado, divorciado y rico. Gilliam y Olliver arrastran una existencia mediocre, lejos de la fogosidad que provocó el «conflicto», aunque sin llevarse mal. Simplemente se llevan. Tienen dos niñas. Stuart parece querer retomar con ellos la relación cordial que una vez tuvieron, pero el conflicto no es agua pasada, sino que ha estado enquistado durante diez años y el reencuentro lo vuelve a la vida. La actitud de los dos hombres está clara desde el principio, y es la de Gilliam, una vez más, la que conduce la historia y a la que más cuesta comprender. Es la única que se contradice, que cambia de parecer, que oculta sus verdaderos motivos y que nos miente (directamente o cuando dice que nos ha mentido, eso no se sabe). Otra vez los secundarios intervienen de forma determinante en la historia, que de nuevo es esa opereta a varias voces que implican continuamente al lector. (Es la justificación de las propias acciones ante el lector la que motiva la novela). El tono, sin embargo, ya no es de comedia de Woody Allen, sino más bien de drama. Donde había sarcasmo e ironía en la precuela, ahora hay rencor. Donde había ingenuidad y deconcierto ante los avatares de vida, ahora hay cinismo. El cambio más notorio, quizá el que marca la pauta, es el de Stuart. El personaje de esta novela ya no es el ingenuo bonachón y un poco tonto de la anterior. Pero tampoco los otros personajes son lo que eran. El efecto del paso del tiempo, sea porque ha afectado al escritor, sea fruto de su maestría literaria, está muy bien conseguido.

Sin embargo la novela ha perdido la chispa y la originalidad que tenía la anterior. Es la misma fórmula, el mismo principio narrativo, pero usado por segunda vez. También el sentido del humor (negro) que destilaba la primera se ha perdido. El tono es pesimista y el final es acorde. De hecho, el final es extraño, sobre todo comparado con el de la primera. Se diría que el autor ha dejado la novela en cliff-hanger. ¿Significa que planea una continuación otros diez años después? No lo sé. Podría ser eso tanto como un final «abierto», un remate al estilo de «ya sabéis, la vida no tiene finales». Curiosamente, el final de la primera era redondo. La vida no tiene finales, pero aquél era un final de la historia. Un punto y aparte, si uno quiere.

Se lee muy rápido y es entretenida y ligera (o al menos, ligera en superficie, o sea, fácil de leer). En ese sentido la novela se deja. Pero es como una segunda temporada regulera de una serie buena. Vaya, que no me arrepiento de haberla leído, pero que no aconsejo a nadie que deje aparcadas lecturas por ella.

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