Es difícil clasificar este libro. A primera vista es una colección de relatos, pero aunque son historias distintas, comparten demasiadas cosas como para considerar Sefarad un libro de relatos. La edición de bolsillo subtitula el libro Una novela de novelas, un tópico que se ha usado hasta la náusea para referirse a este libro, aunque como todo tópico, algo tiene de cierto. La cohesión de los relatos es tan grande que podría, en efecto, hablarse de una novela (de hecho, esa es más bien la sensación que te queda al acabarlo); lo de que cada relato dé para una novela o constituya por sí solo el esbozo de una novela lo dejo a la elaboración de aquellos que se han inventado o se han adscrito al subtítulo. Por otro lado, la construcción tampoco es completamente original, porque ya se ha utilizado en otras novelas, como Vida y destino, de Vasili Grossman —con la que, de hecho, comparte mucho más. Si acaso, en Sefarad la estructura de mosaico es mucho más importante que en la novela de Grossman.
El título de esta —llamémosla así— novela describe muy bien el tema que entrelaza los relatos: el desplazamiento forzado, el desarraigo del origen, la vida en un lugar (o situación) en el que no se llega a encajar porque no se pertenece a él, a la vez que te distancia de aquello que fuiste. Sefarad, como sabéis, es el nombre que los judíos expulsados de la España de los Reyes Católicos daban a su verdadera patria, aquella a la que pertenecían en toda ley y que de buenas a primeras decidió echarlos de la peor manera posible. La novela se presenta como un “tema con variaciones”. A veces el desarraigo aparece como la nostalgia de alguien que emigró a la ciudad de joven, que añora la infancia que pasó en su pueblo, que nunca se ha adaptado del todo a la nueva vida, pero que ya no lo reconoce en el lugar que visita cada vez que vuelve de vacaciones. Otras veces se manifiesta en los judíos que huyen de una patria que de pronto se ha vuelto nazi. Leemos sobre un personaje, al parecer histórico, encargado de difundir en occidente la propaganda comunista, infiltrado como burgués y después repudiado por ello mismo, doblemente expulsado en este caso y finalmente perseguido. O sobre un judío sefardí que huye de Praga el día en que, al volver de un recado con su padre, descubren que los nazis se han llevado a su madre y a sus hermanas, a las que jamás vuelven a ver, y que, aprovechando un decreto español que restituye la nacionalidad a los sefardíes, vuelven a la mítica Sefarad, o casi, porque se instalan en Tánger, donde sigue varado ya mayor, en el momento en que refiere su historia, a causa de la parálisis que le causó un accidente de coche y que le impidió integrarse de pleno en la vida española, y donde lucha, contra toda esperanza, por defender la marca España desde un Ateneo Español por el que nadie, ni autoridades ni público, se interesa ya lo más mínimo. O la anciana que termina sus días en un barrio madrileño habiendo pasado toda su vida, hasta la caída del muro de Berlín, en Moscú, adonde la enviaron sus padres siendo niña para salvarla de las purgas franquistas, y que se debate entre el miedo que siente en ese nuevo hogar, donde todo se le hace extraño, esa especie de síndrome de Estocolmo que muchos soviéticos sufrieron con Stalin y que le hace sentir nostalgia de un lugar y una época que a nosotros nos parece el horror, y los sentimientos encontrados hacia sus padres, que la alejaron de ella de aquella forma tan brutal pero que con ello la salvaron de compartir el destino que ellos sufrieron. O esos yonquis que pululan por la Chueca de los 80, procedentes de una vida normal que un día deja de serlo, y donde reducen su vida al robo o la prostitución para conseguir algo de dinero con el que comprar la dosis diaria que acaba llevándolos a la tumba. Y la lista no es exhaustiva. Son muchas las variaciones del motivo principal que plantea la novela, en algunas de las cuales la metáfora está bastante elaborada.
El tema no es el único nexo de los relatos. También los une (como ya os habréis hecho una idea) el tono. Melancólico, deprimente, desasosegante... no cambia a lo largo del libro; si acaso es más leve al principio y hacia el final, pero intenso en su mayor parte. Y una de las cosas que más contribuyen a transmitir esa sensación es la manera en que está escrito: con frases y párrafos muy largos (a veces de páginas), farragosos, reiterativos, como de alguien que está vaciando su conciencia y a quien se le agolpan los recuerdos y los sentimientos. La implicación con el relato es muy fuerte, y por eso el agobio es real; tanto que tuve que dejar de leer hacia los dos tercios del libro —precisamente en el relato de la niña deportada a Moscú— porque me sentía francamente mal, y tuve que intercalar dos o tres lecturas “ligeras” para aliviar el espíritu y encontrar fuerzas para acabar el libro. Y volví a él porque las historias son muy buenas, porque realmente la forma de contarlas es magistral y porque, a excepción de Vida y destino, nunca me había ocurrido esto con ningún otro libro.
Otro elemento común es la voz narrativa. Todo el libro está en primera persona, pero esa persona es y no es siempre la misma. Me explico: en cada relato la voz pertenece a un personaje distinto e incluso a veces salta entre personajes dentro de un mismo relato; pero la voz es única, siempre nos habla en el mismo tono, de la misma forma, incluso recurriendo a las mismas metáforas o situaciones, y en realidad se reconoce en ella la voz del propio autor, explícitamente en algunos de los relatos que están narrados como una historia que oyó de alguien o que él mismo vivió.
Y por último hay leves elementos comunes y referencias cruzadas entre los relatos. No llegan a ser relatos de vidas cruzadas pero comparten cierta armazón. A veces es explícita, a veces es sugerida, a veces simplemente intuida (todo lo indica pero nada en el relato lo confirma). De nuevo esto le da al libro una apariencia de novela única que no tendría otra colección de relatos, incluso si compartieran tema.
En resumen, Sefarad es una novela compleja, con una estructura formal imbricada a muchos niveles y con un estilo narrativo poderoso y de muy difícil elaboración. Y para colmo las historias atrapan. Así que podría decirse que es una obra maestra. Hay mucha gente que así lo afirma. A mí lo único que me retiene de hacerlo es que toda la novela está en un único registro, y no tengo certeza de si se trata de una elección ad hoc, por el tema que trata, o si es el registro habitual de Muñoz Molina, porque es el primer libro suyo que leo. Pero sin duda es una gran novela.
¡Pero si estáis de bajona ni os acerquéis a ella!
El título de esta —llamémosla así— novela describe muy bien el tema que entrelaza los relatos: el desplazamiento forzado, el desarraigo del origen, la vida en un lugar (o situación) en el que no se llega a encajar porque no se pertenece a él, a la vez que te distancia de aquello que fuiste. Sefarad, como sabéis, es el nombre que los judíos expulsados de la España de los Reyes Católicos daban a su verdadera patria, aquella a la que pertenecían en toda ley y que de buenas a primeras decidió echarlos de la peor manera posible. La novela se presenta como un “tema con variaciones”. A veces el desarraigo aparece como la nostalgia de alguien que emigró a la ciudad de joven, que añora la infancia que pasó en su pueblo, que nunca se ha adaptado del todo a la nueva vida, pero que ya no lo reconoce en el lugar que visita cada vez que vuelve de vacaciones. Otras veces se manifiesta en los judíos que huyen de una patria que de pronto se ha vuelto nazi. Leemos sobre un personaje, al parecer histórico, encargado de difundir en occidente la propaganda comunista, infiltrado como burgués y después repudiado por ello mismo, doblemente expulsado en este caso y finalmente perseguido. O sobre un judío sefardí que huye de Praga el día en que, al volver de un recado con su padre, descubren que los nazis se han llevado a su madre y a sus hermanas, a las que jamás vuelven a ver, y que, aprovechando un decreto español que restituye la nacionalidad a los sefardíes, vuelven a la mítica Sefarad, o casi, porque se instalan en Tánger, donde sigue varado ya mayor, en el momento en que refiere su historia, a causa de la parálisis que le causó un accidente de coche y que le impidió integrarse de pleno en la vida española, y donde lucha, contra toda esperanza, por defender la marca España desde un Ateneo Español por el que nadie, ni autoridades ni público, se interesa ya lo más mínimo. O la anciana que termina sus días en un barrio madrileño habiendo pasado toda su vida, hasta la caída del muro de Berlín, en Moscú, adonde la enviaron sus padres siendo niña para salvarla de las purgas franquistas, y que se debate entre el miedo que siente en ese nuevo hogar, donde todo se le hace extraño, esa especie de síndrome de Estocolmo que muchos soviéticos sufrieron con Stalin y que le hace sentir nostalgia de un lugar y una época que a nosotros nos parece el horror, y los sentimientos encontrados hacia sus padres, que la alejaron de ella de aquella forma tan brutal pero que con ello la salvaron de compartir el destino que ellos sufrieron. O esos yonquis que pululan por la Chueca de los 80, procedentes de una vida normal que un día deja de serlo, y donde reducen su vida al robo o la prostitución para conseguir algo de dinero con el que comprar la dosis diaria que acaba llevándolos a la tumba. Y la lista no es exhaustiva. Son muchas las variaciones del motivo principal que plantea la novela, en algunas de las cuales la metáfora está bastante elaborada.
El tema no es el único nexo de los relatos. También los une (como ya os habréis hecho una idea) el tono. Melancólico, deprimente, desasosegante... no cambia a lo largo del libro; si acaso es más leve al principio y hacia el final, pero intenso en su mayor parte. Y una de las cosas que más contribuyen a transmitir esa sensación es la manera en que está escrito: con frases y párrafos muy largos (a veces de páginas), farragosos, reiterativos, como de alguien que está vaciando su conciencia y a quien se le agolpan los recuerdos y los sentimientos. La implicación con el relato es muy fuerte, y por eso el agobio es real; tanto que tuve que dejar de leer hacia los dos tercios del libro —precisamente en el relato de la niña deportada a Moscú— porque me sentía francamente mal, y tuve que intercalar dos o tres lecturas “ligeras” para aliviar el espíritu y encontrar fuerzas para acabar el libro. Y volví a él porque las historias son muy buenas, porque realmente la forma de contarlas es magistral y porque, a excepción de Vida y destino, nunca me había ocurrido esto con ningún otro libro.
Otro elemento común es la voz narrativa. Todo el libro está en primera persona, pero esa persona es y no es siempre la misma. Me explico: en cada relato la voz pertenece a un personaje distinto e incluso a veces salta entre personajes dentro de un mismo relato; pero la voz es única, siempre nos habla en el mismo tono, de la misma forma, incluso recurriendo a las mismas metáforas o situaciones, y en realidad se reconoce en ella la voz del propio autor, explícitamente en algunos de los relatos que están narrados como una historia que oyó de alguien o que él mismo vivió.
Y por último hay leves elementos comunes y referencias cruzadas entre los relatos. No llegan a ser relatos de vidas cruzadas pero comparten cierta armazón. A veces es explícita, a veces es sugerida, a veces simplemente intuida (todo lo indica pero nada en el relato lo confirma). De nuevo esto le da al libro una apariencia de novela única que no tendría otra colección de relatos, incluso si compartieran tema.
En resumen, Sefarad es una novela compleja, con una estructura formal imbricada a muchos niveles y con un estilo narrativo poderoso y de muy difícil elaboración. Y para colmo las historias atrapan. Así que podría decirse que es una obra maestra. Hay mucha gente que así lo afirma. A mí lo único que me retiene de hacerlo es que toda la novela está en un único registro, y no tengo certeza de si se trata de una elección ad hoc, por el tema que trata, o si es el registro habitual de Muñoz Molina, porque es el primer libro suyo que leo. Pero sin duda es una gran novela.
¡Pero si estáis de bajona ni os acerquéis a ella!
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